Solo dos pares de piernas. Era todo lo que se veía desde la puerta de la lavandería. Cuatro piernas enfundadas en tejanos y cuatro pies calzando bambas. Dos personas sentadas encima de la mesa aunque hay asientos libres, dos personas haciéndose compañía, esperando a que termine el ciclo de la lavadora.
Él está estudiando y ella busca trabajo. Desembarcaron en Barcelona como desembarca todo el mundo en una ciudad nueva, por su cuenta, con una maleta, una sonrisa y muchas ganas de comerse el mundo. Luego llegaron el alquiler y las facturas y los gastos y los recortes y las subidas de impuestos, de precios, sube todo menos la calidad de vida.
Vivían cerca el uno del otro pero entonces aún no lo sabían. Pisos pequeños, edificios sin ascensor, escaleras angostas cuyas paredes se descascarillaban, cuartos de la lavadora sin lavadora. Dentro de esos zulos, los inviernos de Barcelona parecían más fríos. Pero ni él ni ella se rindieron. Salían a la calle con su mejor sonrisa y su mejor camiseta, confiaban que el futuro llegase algún día.
Sonreír costaba algo más en la lavandería, esos sitios que tan fuera de lugar parecen en el mundo civilizado, así que se llevaban un libro para leer. Él nunca leía, en realidad; dejaba el libro en la silla de al lado y se quedaba mirando cómo la ropa daba vueltas y vueltas en la lavadora. 65 minutos de soledad. Ella sí leía, pero ayer levantó la mirada de la revista y entonces le vio. Justo delante.
Hola. Nunca se pondrán de acuerdo sobre quién lo dijo primero. Pero se saludaron. Y entonces todo tuvo sentido: las penurias, Barcelona, el piso sin lavadora. Tan a gusto se sintieron juntos, hablando de sus cosas, sabiendo que el futuro había llegado y que sería un futuro juntos, tan a gusto que se subieron a la mesa. Ayer, al pasar por delante de la lavandería como cada tarde, los vi, vi sus pies alineados y supe que da igual el sitio. A veces encuentras el amor y a veces él te encuentra a ti.