Under pressure

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Venían a por ellos. Después de tenerlos hacinados entre murallas, venían a por ellos. Después de robarles a sus hijos y a sus hermanos, venían a por ellos. En las ruinas nadie se sorprendió porque estaba escrito que ocurriría. Ya había ocurrido otras veces. Mil requiebros diplomáticos para retrasar lo inevitable. Los lobos siempre vendrían a por ellos. Porque los lobos nunca faltan a sus promesas.

Una vez más, al oír cómo retumbaban sus botas, los lobos decidieron alzarse contra los otros lobos. No podían ganar, pero se alzaron. Defender, atacar; antes, después. El ciclo de aquel lugar. Pasara lo que pasara aquella noche, tarde o temprano, los lobos volverían a venir a por ellos.

Patience gets us nowhere fast

«Quizá no llegues nunca», le dijo el sabio, «lo sabes, ¿verdad?». Pero el joven no quiso escucharle. Se lanzó a correr para demostrarle que se equivocaba. Corrió allende los mares, atravesó mil campos sin reparar en los arañazos del trigo, escaló cuantas montañas veía a los lejos, corrió y corrió, y nunca llegó.

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«Solo encuentra el camino quien no lo está buscando», le dijo el sabio, «lo sabes, ¿verdad?». Pero lo único que sabía el joven era que si lo buscaba en todos los rincones, acabaría encontrándolo. Su camino. Sigue leyendo

Umbrella

Cada día se cruzan dos veces. Él y ella: tienen horarios muy parecidos y siguen el mismo itinerario, pero en direcciones opuestas. No se conocen, no se saludan, ni siquiera se miran. Al principio, no lo hacían por ahorrarse la mera vergüenza de ponerse a hablar con un desconocido en plena calle, entre los coches que vienen y las motos que van. Y ahora no se atreven porque después de dos años cruzándose a diario, quedaría raro. Supondría un paso importante, y ambos son más bien de dar pasitos cortos.

Él nunca ha tenido paraguas. Nunca le han gustado, o mejor dicho: nunca ha encontrado uno con el que se sintiera cómodo de verdad. Los prefiere grandes porque los plegables se le acaban rompiendo o atascando cuando más los necesita. Pero los grandes luego son un incordio: dónde los cuelgas, dónde los guardas. Así que lleva toda su vida dependiendo de los paraguas de los demás. De sus padres, de sus amigos, de sus sucesivos compañeros de piso. Gente precavida que compra paraguas. Se lo prestan encantados y él acepta. No sabe si se acostumbrará algún día a esos estampados con cuadros de abuela o los complicados sistemas de apertura automáticos.

Solo sabe que mientras esquiva charcos, la echa de menos. Porque los días de lluvia nunca se cruzan, es curioso. Quizá ella cambia de ruta esos días, o será que él camina cabizbajo para esquivar la lluvia. Se la imagina modelo de pasarela. No es exactamente guapa, pero sí muy alta. Cuando más le gusta es cuando no lleva maquillaje. A menudo lleva una maleta a cuestas que él ha deducido que contiene los trajes de un desfile en Madrid. Y así pasa los días: imaginándosela a ella, imaginando lo que se dirían al llegar a casa y cenar juntos.

En realidad, ella trabaja en una tienda de bolsos y maletas de viaje. Y tiene un enorme paraguas amarillo que nunca compartirán porque cada día dejan escapar dos veces la oportunidad de conocerse.

La respuesta no es la huida

El útlimo día lo entendiste. Viendo a tu sobrino levantarse otra vez aún con el juguete en la mano. Viendo a tu gato saltar sin red. Qué habrá al otro lado del muro. Ésa era la pregunta que querías responder. Das media vuelta y sigues adelante por ese camino del que huías. Sobran precipicios en el mundo genial de las cosas que dices.

Eres la suma de todos los caminos del laberinto. Solo al recorrerlos por completo aumenta tu inventario: en uno encuentras la espada y en otro el escudo. El único error sería quedarse quieto. Las baldosas amarillas te muestran el camino más escondido y llegas por fin al centro. Viéndote tan bien armado, el Minotauro confiesa: al otro lado del muro solo hay un mar infinito.

Eso te asusta, pero ¿cómo vas a huir de algo que forma parte de tu ADN? Tú también puedes ser agua: encontrarla, tocarla fresquita, refrescarte al beberla, escucharla cuando fluye, olerla cuando le echas té. Está decidido. Te tirarás al mar y nadando volverás a ser tú. Al final, dar con la brújula fue mucho más fácil de lo que parecía.

La respuesta no es la huida.

We found love in a hopeless place

Solo dos pares de piernas. Era todo lo que se veía desde la puerta de la lavandería. Cuatro piernas enfundadas en tejanos y cuatro pies calzando bambas. Dos personas sentadas encima de la mesa aunque hay asientos libres, dos personas haciéndose compañía, esperando a que termine el ciclo de la lavadora.

Él está estudiando y ella busca trabajo. Desembarcaron en Barcelona como desembarca todo el mundo en una ciudad nueva, por su cuenta, con una maleta, una sonrisa y muchas ganas de comerse el mundo. Luego llegaron el alquiler y las facturas y los gastos y los recortes y las subidas de impuestos, de precios, sube todo menos la calidad de vida.

Vivían cerca el uno del otro pero entonces aún no lo sabían. Pisos pequeños, edificios sin ascensor, escaleras angostas cuyas paredes se descascarillaban, cuartos de la lavadora sin lavadora. Dentro de esos zulos, los inviernos de Barcelona parecían más fríos. Pero ni él ni ella se rindieron. Salían a la calle con su mejor sonrisa y su mejor camiseta, confiaban que el futuro llegase algún día.

Sonreír costaba algo más en la lavandería, esos sitios que tan fuera de lugar parecen en el mundo civilizado, así que se llevaban un libro para leer. Él nunca leía, en realidad; dejaba el libro en la silla de al lado y se quedaba mirando cómo la ropa daba vueltas y vueltas en la lavadora. 65 minutos de soledad. Ella sí leía, pero ayer levantó la mirada de la revista y entonces le vio. Justo delante.

Hola. Nunca se pondrán de acuerdo sobre quién lo dijo primero. Pero se saludaron. Y entonces todo tuvo sentido: las penurias, Barcelona, el piso sin lavadora. Tan a gusto se sintieron juntos, hablando de sus cosas, sabiendo que el futuro había llegado y que sería un futuro juntos, tan a gusto que se subieron a la mesa. Ayer, al pasar por delante de la lavandería como cada tarde, los vi, vi sus pies alineados y supe que da igual el sitio. A veces encuentras el amor y a veces él te encuentra a ti.