The view from your balcony

Qué buenas vistas. Se ve toda la ciudad. Bueno, eso es lo que se suele decir siempre, pero en este caso es cierto. Barcelona a nuestros pies, de noche, más allá de la brisa. Por fin hemos subido. No se oye la tele ni los gritos, sólo algún coche, y nuestras voces. El chin-chin de los vasos de cerveza fría.

Hablamos apoyados en la barandilla aún tibia. Confidencias, anécdotas, sensaciones. No llegan a secretos. Por eso no los contamos a casi nadie. Pero esta noche sí, parece que en esta terraza las palabras nos salen más fáciles. También esas palabras que no habíamos pronunciado todavía.

Apenas nos damos cuenta y estalla el amanecer. Es el primero que vemos juntos. De eso me daré cuenta después, al volver a casa; por ahora me limito a disfrutarlo. A mirarte mirándolo. Cuando piensas que no te veo, entrecierras los ojos y sonríes más que de costumbre. Luego te giras y siempre te sorprende que esté mirándote.

Qué tendrán las barandillas para que desde ellas todo se vuelva más importante. La ciudad y nosotros. Menciono la música del vecino y resulta que es la tuya, llega del interior de tu casa. Valoro el detalle. Sacas más cerveza. La última, decimos, como venimos diciendo desde hace horas. Y brindamos otra vez. Sí, es una de esas noches especiales de verano.

Banana Yoshimoto – Recuerdos de un callejón sin salida

«De esto se trataba…»

Debía de estar reservándome para este libro. Tras varios intentos dejados a medias de adentrarme en el mundo de Banana Yoshimoto, por fin he conectado con una obra suya. Además, es su favorita, según cuenta en el epílogo. También asegura que son las historias más tristes que ha escrito jamás. Curioso, porque a mí no me han parecido en absoluto tristes ninguno de los cinco relatos que componen el libro. Todo lo contrario.

Son historias sobre la esperanza, sobre el reencuentro con uno mismo. Por eso me parece tan acertado el título: Recuerdos de un callejón sin salida. Solo tiene recuerdos quien ha sobrevivido. Quien sale de ese callejón, pone el pie de nuevo en la calle principal, luce una sonrisa y da las gracias por estar vivo. Quien entiende que la luz filtrada a través de las cortinas da más color a la estancia. Y los fantasmas pueden dar pie a una historia de amor y un fracaso amoroso traer a tu vida la amistad de los amarillos (¿será casualidad el color de las flores de la portada?) y un envenenamiento dar pie a esa reconciliación con el pasado que te hará libre.

Las protagonistas de Banana Yoshimoto son chicas vulnerables y tan ingenuas que ni siquiera se dan cuenta de que algo les faltaba hasta que el destino las arrolla para que crezcan. Y son más fuertes de lo que creían. Y tienen la felicidad a su alcance. Aquí, ahora. Solo tenían que saberlo. Solo tenían que desearlo. Ir a por ello. El libro es efectivo porque en menos de 200 páginas, cuenta cinco historias de transformación. Su estilo sencillo, de frases limpias, como cazadas al vuelo una mañana de primavera, subraya el mensaje: todo es más fácil de lo que parece.

Propongo que cada lector se atreva a escribir el sexto cuento. Se podría titular «La última pieza». Pero para colocar esa pieza, primero tienes que ir a la tienda a comprar el puzzle, eliges uno bonito, preparas entonces en casa una superfície adecuada, en una habitación tranquila y con mucha luz, reservas un poco de tiempo, te relajas, distribuyes las piezas por colores, creas el borde primero, eso es lo más fácil, cotejas, colocas piezas por instinto, dejas atrás las preocupaciones y poco a poco, sin darte cuenta, ese inmenso hueco del principio se habrá llenado, ya solo queda un punto ciego. Pero esa última pieza es la más importante. Pagaste por el placer de colocarla. El placer definitivo de haber completado el puzzle. Es su razón de ser. Rebusca en la caja, ahí está, colócala. Ahora sí, ahora admira el resultado. Es tu vida.

«Estoy aquí, ahora, con mi cuerpo, mirando al cielo.
Éste es mi espacio.»

If I don’t believe in love

Has oído hablar de él. Es guapo, sabe cómo conseguir que la gente ría, le gusta ir al cine, leer buenos libros, viste bien, pero como por descuido, como si hubiera cogido lo primero que tenía en el armario. No cree en el amor. Unos dicen que es por el fracaso de una relación amorosa, otros dicen que en realidad nunca creyó en ese sentimiento. Engancha su autosuficiencia. Su sonrisa ancha, también. Podría tener más años de los que aparenta, o podría tener justo los que dice tener. Ahora no piensas en eso. Vas camino de su dormitorio, atravesando a oscuras el piso. Los muebles son solo bultos. Los besos muerden y la ropa vuela.

«Vete cuanto antes. Has sobrepasado tu tiempo.»

Eso les dice él a todos los chicos que pasan por su cama. Te lo han advertido. Con los más divertidos tarda un poco más en decirlo, espera a que el sol se filtre por la persiana; con los paraditos lo suelta sin llegar a terminar siquiera el cigarrillo de después. Pero a todos les convence de que con ellos será diferente, que son especiales y podrán quedarse eternamente. Es su estrategia. Su sonrisa, otra vez. Podrías resistirte pero no quieres. Querrías contener las ilusiones pero no puedes. Ya lo hemos dicho: es guapo, sabe cómo conseguir que la gente ría.

Tú también tienes tu historia. Todos la tenemos. Heridas que curar y necesidades que calmar. Te tumbas en su cama y piensas que si en este momento él sacase una pistola de debajo de la almohada, te dejarías disparar. Después le besarías para aplacar su venganza contra el mundo. Te desnudas despacio, deseando que él note cómo te tiemblan los dedos y entienda que solo buscas su abrazo, unas palabras dulces, un beso de buenas noches. Como él. Piensas en la canción de Dido que escucharás luego de camino a casa.

Pronto el dormitorio estará cubierto de sangre, salpicaduras rojas manchando los pósters y las sábanas y el suelo. Te montas encima suyo. Uno de los dos tiene que morir. Le besas, le arrancas la camisa, le acaricias. Y no entiendes por qué tiene que ser un enfrentamiento. Sus pezones pequeños. Por qué, si ambos buscáis lo mismo, otra cabeza en la almohada al despertaros por la mañana, por qué hay que andar jugando al Risk, fingiendo esa frialdad y esa distancia que no existen porque ahí estáis, juntos. Así que sacas tu pistola, le apuntas a la cabeza, un poco por debajo del flequillo tintinero, tu dedo tiembla, se aferra al percutor como un náufrago al único tablón de madera que todavía no se ha hundido. Intentas que tus ojos no resbalen por su pecho desnudo. Él se limita a sonreír. Sabe muy bien que ha ganado.

Sing hello

Debemos desear lo nuevo. Eso aseguraba el personaje de Judi Dench al final de El exótico Hotel Marigold. El futuro asusta porque implica cambios, pero tienes que darte cuenta de que ésa es también su mayor virtud. Porque te hará crecer gracias a las novedades, todo lo desconocido que traerá a tu vida. Aprendes lo que no sabes, te sorprende lo que no has visto, recorres caminos extraños porque tienes que llegar a nuevos destinos. Pero no hay que adelantar acontecimientos: al principio conviene relajarse, sentir, nada de planificar: el futuro no existe todavía. Déjate llevar pasito a pasito.

Acuérdate de ese hombre huraño que era el único inquilino de su rellano. Se había acostumbrado a estar solo en aquel pedazo de edificio. Saludaba a los vecinos de otros pisos cuando se los cruzaba en el portal o el ascensor, pero luego subía hasta el 4º piso y se sentía el amo y señor de esos pocos metros cuadrados: tres puertas siempre cerradas y luego la suya, que podía demorarse en abrirla tanto como quisiera, sin que nadie le mirase raro o le interrumpiera, podía canturrear y saltar, incluso pasearse en calzoncillos por el rellano si quería: nadie le vería. Se sentía libre y no quería que eso cambiase.

Y disfrutó de su libertad hasta que un día llegaron cajas y cajas a la puerta de al lado. Por la mirilla vio el trajín de transportistas. Una mudanza. Un nuevo inquilino. Resopló. Pensó en los ruidos que habría a partir de ahora. Las juergas nocturnas le mantendrían despierto hasta las tantas y luego por la mañana seguro que el vecino pondría la música muy alta y le despertaría. Tendría que saludarle cuando se lo cruzase de camino al ascensor. Igual hasta tenía un perro que ladraba, o le acorralaría hablando del tiempo (o, peor, de su trabajo y sus hobbies). Seguro que era de esas personas que siempre estaba llamando para pedir prestado un tornavís o un abridor. Esas personas que luego lo pierden y se hacen los locos. Sí, seguro.

Una noche, el hombre libre que ya no lo era tanto pensó en hacerse en una tortilla de patatas. Ya tenía las patatas a medio freír cuando descubrió que los huevos de la nevera estaban podridos. Pensó en el vecino. A veces oía el trajín de sus llaves en el rellano, cuando iba o volvía de una rutina desconocida, pero todavía no se habían cruzado. Su primer impulso fue resistirse: no quería pedirle un par de huevos. Seguro que no tendría o no querría dárselos. Pero las patatas se freían tristes en la sartén y amenazaban con quemarse en vano.

Así que el hombre se armó de valor, se vistió, por instinto más que por coquetería comprobó cómo iba en el espejo, se arregló el pelo y antes de llamar a la otra puerta, se aclaró la voz, ensayó su sonrisa de vecino modélico. Todo un ritual para pedir solo dos huevos. Lejos de sentirse ridículo, sentía que estaba dando los pasos correctos. Por fin, llamó a la puerta, y ésta se abrió, y sus latidos se calmaron. Le impactó la sonrisa de su vecino, ancha y graciosa y amigable en la penumbra del rellano. Dijo hola y le salió más sonoro de lo que pretendía.

-¿Huevos para una tortilla? Pues justo ahora he terminado yo una, y me va a sobrar… Pasa.

Ni siquiera pensó en rechazar la invitación. Entró y cenaron juntos. Hablaron mucho, de todo y de nada porque los temas iban y venían. Pero sobre todo rieron. De repente, el hombre fue consciente de que hacía ya muchos años que no compartía risas con nadie. Y le gustó esa sensación.

-¿Y ahora qué?

Miraron los platos vacíos, faltaba por traer el postre; miraron la caja de la película que el vecino planeaba ponerse a solas después de la cena; miraron la puerta del piso. La patatas a medio freír quedaban muy lejos. Ahora qué. Ésa era la palabra: ahora. Con una sonrisa doble, ambos se encogieron de hombros.

Convertirnos en principiantes es disfrutar de esos comienzos.

Would you be wonderful if it wasn’t for the weather?

-¿Cuál es el problema ahora?
-Me duele la cabeza. La resaca. Tengo mal despertar.

Podía escudarme en muchas excusas. Y ninguna sería exactamente mentira. Supongo que en verdad era tan sencillo como que no me apetecía. Así que, de forma unilateral, decidí que seguiríamos durmiendo. La luz ya entraba por la ventana pero todavía no había sonado el despertador.

Dos o tres cabezadas después, le descubrí con sus ojos legañosos clavados en mí. Debía de llevar un buen rato así, esperando a que nuestras miradas se cruzasen. Estábamos tan cerca que él parecía un cíclope. Despeinado y guapo, pero cíclope.

-¿Cuál es el problema ahora? -repitió.

Dudé: ¿no me había oído antes? ¿O no le habían parecido lo bastante buenas mis excusas? Probé con otras:

-Tengo que ir a trabajar. Va a sonar la alarma en cualquier momento. Prefiero hacer las cosas bien, con calma.

Todo eso tampoco era mentira.

-¿Cuál es el problema ahora? -insistió él.

Estaba claro que esperaba la respuesta correcta por mi parte. Una palabra clave. Muerto de sueño, deseando acurrucarme entre las mantas, me acordé de Indiana Jones resolviendo los enigmas cuando todo parecía perdido, recuperando su sombrero un segundo antes de que la compuerta se cerrase para siempre, escapando por los pelos. Pero lográndolo siempre. ¿Cuál es el problema ahora? Y dije:

-Ninguno.

Mi respuesta no había sonado muy convencida pero él sonrió, satisfecho. Y entonces comprendí. O mejor dicho, recordé. Y ya todo fue bien. Muy bien, de hecho. Más tarde, al salir a la calle, Barcelona esa mañana de sábado parecía más llena que nunca de detalles sobre los que escribir poemas y de las sonrisas de gente que paseaba sin mapas. Se dejaban guiar simplemente por la luz del sol al torcer la siguiente esquina.

«Los caminos se pierden cuando se ponen excusas.»
(Hagakure, Yamamoto Tsunetomo)