Entras en un antro del callejón más oscuro. Un cartel de neón parpadeante, unas escaleras que bajan a los infiernos y una sala llena de desconocidos estudiándote a través de la niebla. Se diría que allí todos fuman, hasta los camareros. Te sientas en la barra. Pides cualquier cosa. Un whisky, por ejemplo, porque es de la clase de sitios donde la gente pide whisky. Podrías haber entrado en cualquiera de los otros antros, el callejón estaba lleno de ellos, pero tu cliente te ha citado allí. Debe ser el dueño. O quizá tiene un lío con una de las bailarinas. A saber. Te dedicas a esperar.
Trece sorbos cortos después, oyes una voz a tus espaldas. Está cantando. Es la voz de una chica fúnebre dedicando odas a amores que estaban destinados a morir. Sonríes: la historia te suena. Tu trabajo te ha vuelto un experto en crímenes pasionales. Te imaginas a la cantante ya casi una anciana, agarrada al micrófono para no caerse al abismo. Copazo en mano, seguramente, porque su voz huele a alcohol y a drogas y a desencanto. Toda una vida de fracasos acumulados que la han llevado hasta allí, al fondo de ese antro, más allá de la barra y las mesas.
Cuando te das la vuelta, descubres, perdida entre el humo de los cigarrillos, a una lolita recién entrada en la edad adulta, una adolescente que envejeció demasiado pronto. Debe haberle robado la ropa a su hermana mayor. Es guapa, de esa forma en que las chicas frágiles se maquillan guapas para parecer más fuertes. Sus labios son rojos: arden cantando sobre amantes que la maltratan, amantes que la ignoran, amantes que prefieren jugar a videojuegos antes que mirarla en su mejor vestido, amantes que se drogan con ella. Las canciones flotan hipnóticas por el bar, como opio, salidas de algún tocadiscos que va demasiado despacio.
El antro parece ganar un poco de luz gracias a esos temas, desbordantes de percusiones urbanas y orquestras y arreglos etéreos. Son temas lentos pero nunca te duermes. Hay algo en la chica, en su mirada quizá, que te mantiene atento. Puede que sean las ganas de comprobar si se pegará un tiro al final de la actuación. Sólo entonces, al visualizar la sangre que provocaría el disparo, te das cuenta de que el papel que cubre las paredes es rojo. Ella sigue enlazando versos como si estuviera llorando. Pero no llora, su maquillaje se mantiene impoluto. Acaricia el aire con poses sofisticadas, quizá aprendidas después de demasiadas noches buscando el calor de otros cuerpos por los colchones de todo Los Ángeles.
El camarero te dice algo y te fijas que detrás de él, entre las copas vacías y algo sucias, hay pósters que anunciaban la actuación de la chica. En esa foto, sale bien peinada, con un colorido tocado de flores. Debieron hacerla tiempo atrás, porque ahora las flores ya no existen, o se le han caído. La promocionan como una Nancy Sinatra gangsta. Sea lo que sea eso, tú piensas que alguien ha encontrado a la hermana estadounidense y un poco pija de Amy Winehouse. Pero igual de triste y melancólica. Su voz muta de canción en canción, camaleónica, como si tuviera que amoldarse al tono de cada historia. A veces suena menos grave, aún recuerda a la niña que fue, no hace mucho.
Pasan las horas y tu cliente no llega. Suele ocurrir, en esta ciudad: demasiadas cuentas pendientes, demasiadas amantes despechadas. Quizá lo haya matado la propia Lana Del Rey -así se llama, según el póster- antes de subir al escenario. El concierto termina y, antes de volver al camerino, ella da las gracias con una sonrisa tímida. Después de verla sonreír así, piensas que en el camerino no se refugiará en otro vaso de alcohol, como temías, sino que recuperará fuerzas con un simple refresco. Mountain Dew, versión diet, como en una de sus canciones más pegadizas.
Te marchas de allí confiando que el personaje de la cantante sea sólo un disfraz, el que usa como escudo o sustento una chica que es más o menos feliz, que más o menos paga su alquiler a tiempo y que más o menos ama y llora, pero nunca hasta ese punto de destrucción que predica en sus canciones. Quizá sea muy buena actriz, quizá actúe tan bien como canta. Sobrevivirá. Todos los hacemos cada día, ¿por qué ella no? Alejándote por el callejón, aún la oyes cantar a lo lejos.