Eso les dice él a todos los chicos que pasan por su cama. Te lo han advertido. Con los más divertidos tarda un poco más en decirlo, espera a que el sol se filtre por la persiana; con los paraditos lo suelta sin llegar a terminar siquiera el cigarrillo de después. Pero a todos les convence de que con ellos será diferente, que son especiales y podrán quedarse eternamente. Es su estrategia. Su sonrisa, otra vez. Podrías resistirte pero no quieres. Querrías contener las ilusiones pero no puedes. Ya lo hemos dicho: es guapo, sabe cómo conseguir que la gente ría.
Tú también tienes tu historia. Todos la tenemos. Heridas que curar y necesidades que calmar. Te tumbas en su cama y piensas que si en este momento él sacase una pistola de debajo de la almohada, te dejarías disparar. Después le besarías para aplacar su venganza contra el mundo. Te desnudas despacio, deseando que él note cómo te tiemblan los dedos y entienda que solo buscas su abrazo, unas palabras dulces, un beso de buenas noches. Como él. Piensas en la canción de Dido que escucharás luego de camino a casa.
Pronto el dormitorio estará cubierto de sangre, salpicaduras rojas manchando los pósters y las sábanas y el suelo. Te montas encima suyo. Uno de los dos tiene que morir. Le besas, le arrancas la camisa, le acaricias. Y no entiendes por qué tiene que ser un enfrentamiento. Sus pezones pequeños. Por qué, si ambos buscáis lo mismo, otra cabeza en la almohada al despertaros por la mañana, por qué hay que andar jugando al Risk, fingiendo esa frialdad y esa distancia que no existen porque ahí estáis, juntos. Así que sacas tu pistola, le apuntas a la cabeza, un poco por debajo del flequillo tintinero, tu dedo tiembla, se aferra al percutor como un náufrago al único tablón de madera que todavía no se ha hundido. Intentas que tus ojos no resbalen por su pecho desnudo. Él se limita a sonreír. Sabe muy bien que ha ganado.