Es curiosa la memoria. Leí el libro en que se basa esta película hará tres años y ayer, en el cine, algunas cosas volvían con fuerza y colorido en la pantalla. Otras, en cambio, no las recordaba o quizá las habían inventado para la ocasión. Consideré que era una adaptación fiel: no era fácil adaptar la imaginación desbordante de T.S., su minuciosa atencion al detalle (imaginación infantil desmedida) y, sin embargo, lo habían logrado. Cada imagen era más sorprendente y bella que la anterior. El atípico caso del director que encuentra una historia idónea para su estilo.
Poesía y espectáculo dándose la mano. Esta historia siempre fue la historia de un niño que quiere crecer. A veces demasiado rápido, o incluso en la dirección equivocada. Pero siempre fijándose en lo que nadie más ve. Y no será que los paisajes de punta a punta de Estados Unidos no ofrezcan posibilidades infinitas para el asombro: la trayectoria de los pájaros, los puentes levadizos, los retrovisores hacia adelante.
Ponerse en los ojos de este niño significa descubrir cosas nuevas. Más que un genio, es alguien que señala lo que pasabas por alto. A su lado el mundo parece nuevo, pero en realidad es el mismo de siempre. El tuyo, el único. En algún momento perdiste la curiosidad de los niños. O su ambición sin miedo ni cadenas que la frenaran. Suerte que hay guías como él para devolverte al sendero donde ocurre la magia.
Salí del cine pensando que el imaginario visual de Jean-Pierre Jeunet le había hecho justicia a un buen libro. Luego llegué a casa, lo cogí de la estantería, y al abrirlo volvieron a desplegarse todos los dibujos y reflexiones que había olvidado. Muchos, muchos más de los que podrían caber en hora y media de metraje. En realidad, la película solo es una ventana al mundo de T.S. Spivet, pero ¡qué bonitas vistas tiene!