No falla: cuanto más ocupado estás, más tareas llegan. Y como conoces el truco, te mueves. O te mantienes en movimiento. Te fuerzas. Porque solo así ocurren las cosas. Una detrás de otra. Lo que tendrías que hacer y lo que quieres. Todo a su ritmo. Y tú amoldandote a ese ritmo. Es lo mejor, te repites con los párpados a medio cerrar y la lengua fuera. Habrá recompensa.
Pero hay que saber plantarse a tiempo. Si algo ya no lo disfrutas, ¿qué sentido tiene seguir haciéndolo? O dedicarle tu tiempo. Tiempo que podrías dedicar a algo más productivo. A sentarte en tu porche, por ejemplo, solo porque hoy te lo has ganado. Cenar tranquilo, acariciar la madera tibia.
Cuando los placeres se convierten en obligaciones. Cuando ya no eres una persona sino unas manos que hacen y unos pies que andan. Cuando dejas de verte en el espejo y ni siquiera recuerdas si aún tienes sombra. ¿Quién eres entonces? Si has aparcado lo que te completaba.
Y ojalá te quedaran fuerzas para no dejarte llevar por la corriente de gente. Dar la vuelta en pleno paso de cebra aunque el semáforo esté en verde. ¿Te imaginas? Todo lo que podrías hacer entonces. Hacer y disfrutar. Para ti, por ti. Sería bonito. En el fondo, te sientes afortunado porque, al menos, puedes soñarlo. Ahora date prisa, que el té se enfría.