¿Quién iba a saber que una palabra de apenas tres letras entrañaría tantos significados? Tanto amor, tanta lucha, tanta felicidad, tanta rabia, tantas personas. La escribí por primera vez cuando tenía 14 o 15 años. Estrenábamos internet en casa y fue mi primera búsqueda. En Altavista, porque en aquellos tiempos remotos ni siquiera Google existía, o yo era tan inexperto que incluso eso lo desconocía. Tres dedos temblorosos sobre tres teclas. Y la palabra por fin en pantalla.
Esa palabra, mi palabra. La que me definía. Y al pulsar enter, la confirmación. A esas alturas la palabra ya la conocía de sobras, claro, esa y los múltiples sinónimos que utilizaban a diario en la televisión, en la prensa, los demás en el colegio. Una palabra que me provocaba curiosidad, que me atraía como el canto de una sirena, pero con la que aún no me identificaba. Hablaba de otro mundo, un mundo paralelo al que yo no sabía cómo llegar. Quizá por eso me sentía tan solo. Mis compañeros me esperaban en una isla para la que yo no tenía ningún mapa. Ni mapa ni forma de preguntar el camino.
Hasta que apareció internet. Aquella tarde, aprovechando que estaba solo, me encerré en el despacho de casa y la tecleé. La palabra clave. Una contraseña pronunciada sin saber muy bien por qué, pero intuyendo su importancia. El vértigo de notar que no habrá vuelta atrás. Sí: al ver aquellas imágenes y aquellos textos en pantalla, supe que ya no estaba en Kansas. Llegaban a mi vida todos los colores, después de tanto tiempo buscándolos. Tecleé más allá del arcoíris y eché a andar, orgulloso al fin de saber quién era.