Shintaro Ishihara : La estación del sol

«Los sentimientos que Tatsuya albergaba hacia Eiko eran parecidos a la fascinación que sentía por el boxeo.» Cuando un libro empieza así, sabes que será bueno. Sabes que será violento y romántico (a veces ambas se confunden), sabes que irá de jóvenes conflictivos y antisociales. Sabes que lo disfrutarás con la alegría de que editoriales como Gallo Nero se atrevan con autores japoneses nuevos. Nuevos entre comillas, claro: el libro es de 1955 aunque parezca escrito hoy.

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De todos modos, Shintaro Ishihara no es ningún desconocido. De 1999 a 2012, fue el gobernador de Tokio y nada más verle la cara, piensas: «¡ah, sí!». Choca que un político escribiera un libro así. Será que de jóvenes todos queremos ser rebeldes. Emular a nuestros héroes, subirnos a un coche para cruzar la ciudad donde nacen los rascacielos y ganar todas las peleas. No temer las consecuencias porque esa palabra ni siquiera existe.

Los protagonistas de los cuatro relatos de La estación del sol se parecen. Comparten sueños y actitud. Son casi parodias, con su actitud barriobajera y canalla a todas horas. No creo que los jóvenes japoneses de la posguerra fueran así. Aspiraban a serlo, en todo caso. Me recuerdan a los amigos de Menos que cero de Bret Easton Ellis. El mismo vacío existencial y autodestructivo que, de la manera más inesperada, da pie a destellos de emoción.

Le estrechó entre sus brazos. Él buscó sus labios. Ceñidos en un abrazo, se olvidaron de nadar hasta que empezaron a hundirse. Se separaron, subieron a la superficie y se echaron a reír. Nadaron alrededor del barco. A Tatsuya le fascinaba la blancura del cuerpo de Eiko, que se estiraba como un peza para bucear de un lado a otro bajo el casco del barco. Se sumergió detrás de ella. Las medusas se escabullían como fantasmas encerrados en cuerpos con forma de paraguas, ahora brillantes, ahora sombrías. Un espectáculo bello y misterioso.

Buscaba rebeldía pero fue ese párrafo el que releí varias veces. El lirismo atrapa y vuelve a aparecer a menudo a lo largo del libro. Por más que estos jóvenes huyan hacia adelante, el mundo sigue existiendo a su alrededor. A veces tienen que pararse a contemplarlo. Le ocurre sobre todo al último rebelde, el del cuarto relato, El chico y el barco. Es la historia más poética. Bordeando una costa paradisíaca a bordo del velero que querría tener, saboreas como él la espuma del mar, tensas las velas, abrazas el cuerpo. Entiendes sus sueños. Sí, quizá más que rebeldes, sean soñadores. Saben que buscan algo imposible pero lo buscan. Solo soñar te mantiene despierto, en movimiento.

Hemos sido unos críos, nos hemos dejado arrastrar por nuestros deseos, por nuestros caprichos, por la pura holgazanería. Hemos hecho lo que nos ha dado la gana sirviéndonos de nuestra fuerza, disponiendo de nuestro tiempo. ¿Cuánto podía durar eso? Miro atrás y me parece bien, pero me pregunto si debo estar orgulloso de ello.

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