«¡¿A la playa?!», exclamaron, mirándote como a un loco. Sí, habías ido a la playa. Aunque ahora estuviera lloviendo, antes hacía sol, hacía calor. Te apetecía. Leer a pesar de los granos de arena que se cuelan entre las páginas, vuelta y vuelta en la toalla, zambullirte un rato, hacerte el muerto para que todo lo demás desapareciese de tu vista. De hecho, hoy era el primer día que el chapuzón no había sobrado. El agua estaba en su punto justo: fresca, no fría.
Pero para ellos, ir a la playa no entraba dentro de lo acordado. No estaba decidido. Suponía desafiar las normas, contradecir la predicción del tiempo. No solo en Japón se condena el individualismo. A veces, aunque hagas lo mismo que los demás harían en otras circunstancias, quedas como rebelde sin causa. Un loco. Así que para firmar la paz, te sentaste y pediste lo mismo que ellos. Hablaste, reíste. Formaste parte. También a los desubicados les gusta integrarse, o a ellos más que nadie. Juntos, disfrutasteis de aquellas horas. Compartiendo, debatiendo, paseando. Barcelona siempre nueva en compañía.
Tu rebeldía ya olvidada. Al llegar a casa, lo primero que hiciste fue tender la toalla y el bañador. Querías tenerlos listos para mañana. Porque sí, volverás a la playa. Esté o no acordado. Ya entonces lo sospechabas: que te apetecerá. Sean cuales sean las circunstancias, propicias o no, las pocas cosas que te gustan siempre apetecen. Y más en verano. Saldrás en pantalón corto a la calle soleada y exclamarás: «¡A la playa!».
Ya te digo!
😉