Diario de creación 6: La aventura de encontrar un título

Cuando me pongo a escribir un nuevo libro, no puedo hacerlo sin un título. Se sentiría antinatural empezar a llenar páginas y páginas sin saber por qué nombre llamarlas aunque sea de manera provisional. Me pasa incluso con los textos de la web: primero tengo que encontrar el título, después llega el resto.

El mar llegaba hasta aquí, por ejemplo, empezó titulándose Adán y los últimos vampiros. No fue hasta que ya tenía el manuscrito algo avanzado y la atmósfera de la novela más clara, la idea madura, cuando llegó a mí un haiku de Hosai que me dio el título: «Antaño el mar / llegaba hasta aquí», dijo / y echó leña al fuego».  Lo leí por casualidad y de repente sentí que ahí esperaba escondido el título de mi primera novela. El haiku no tenía nada que ver con ella y a la vez esa frase lo contenía todo.

La mayoría de títulos me han llegado así, por casualidad pero justo cuando los necesitaba. Y siempre me ayudaron a acabar de dar forma al proyecto. Con su título definitivo, las escenas más importantes de El mar llegaba hasta aquí crecieron alrededor del agua: mar, lluvia, peces. La noche nos alumbrará llegó en el último momento, cuando tenía que encargar la portada y le comentaba a un amigo la dificultad de encontrar un título preciso. En aquella época escuchaba a menudo La era punk de Algora, me la sabía de memoria, pero esa noche unos versos de los coros finales saltaron con fuerza: «La música nos salvará, la noche nos alumbrará». Ahí estaba mi título.

Confieso que dar con un título para mi segunda novela fue muchísimo más complicado. Para el resto de libros, el título definitivo llegó para quedarse. Con este, en cambio, cada nuevo título seguía sintiéndolo provisional. El primero fue Baile de máscaras, porque en un primer momento tenía la ambición de que los personajes se comportaran distinto en cada escena. De esa idea primigenia solo queda un residuo en una escena del libro. Después llegó Lo que ya no importa: cuando decidí que en sus conversaciones los personajes jamás hablarían del pasado que dejaban atrás, pero pronto me di cuenta de que costaba construirles una personalidad sin contar lo que habían vivido antes.

Entonces fue el turno de Nunca seremos inocentes. Ese título se mantuvo durante varios años. Me gustaba su contundencia, se sentía importante, pero poco a poco fue volviéndose extraño a medida que la historia tomaba nuevos rumbos, más optimistas. Al final el título se sentía lo opuesto a lo que quería comunicar con esta obra. No me gustaba algo tan categórico para un libro que pretendía poético y esperanzador. Y ahí llegó El hueco que dejan las estrellas, sacado de una de las escenas para mí más bonitas y significativas de todo el libro.

Lo primero que hago antes de aferrarme a un título es comprobar que no existe ya otro libro que se llame así. Me pasó con Hanakotoba: quería llamarlo Komorebi, mi palabra favorita del libro, pero un amigo había publicado un libro con ese mismo título, sí que tuve que buscar algo más representativo que personal. Hice la búsqueda y lo más parecido era El hueco que deja el diablo de Alexander Kluge. Muy parecido pero no igual, pensé ilusionado. No me gustaba la similitud pero seguí adelante con ese título, cada vez más enamorado de él, hasta que ocurrió el desastre: en el boletín de novedades de mi librería apareció un nuevo libro titulado El hueco de las estrellas. Por suerte, la sinopsis de la novela de Joe Willkins no tenía nada que ver con mi historia, pero el título sí era demasiado parecido y entonces supe que tenía que cambiarlo.

Durante días estuve triste porque me había enamorado de ese título y no quería desprenderme de él. Busqué en libros de haikus y de poesía, escuché canciones de todo tipo, pero los títulos que sonaban bien en inglés no quedaban bien en castellano. Mis viejos trucos ya no servían. Algunos amigos, por consolarme, me dijeron que tampoco eran tan iguales, que lo mantuviera. Finalmente, opté por una solución intermedia, buscar un sinónimo para la palabra conflictiva: en vez de hueco, vacío. El vacío que dejan las estrellas. Además de simbolizar la relación y el viaje de mis dos personajes, el nuevo título también parecía contener todos los anteriores. Y lo sentí poético y sereno, capaz de construir esperanza donde no la había, justo lo que deseaba transmitir al lector.

Junto con la portada, los títulos de los libros son su carta de presentación. Y supongo que pasa como con las personas: algunas las conocemos enseguida, casi desde el primer día, y en cambio otras solo logramos conocerlas después de muchos años, a base de compartir vivencias hasta que un día, en lo alto de una azotea o tomando una paella improvisada, por fin te alegras de tenerlas en tu vida.

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Diario de creación 5: Revisar es borrar para mejorar

Théo Gosselin

En alguna parte leí que todas las frases que borras durante la revisión de un texto, continúan notándose en él y mejorando las que sí dejas. Como fantasmas que en vez de asustar al lector le susurran cosas que él mismo desconoce, pero siente. Fue uno de los mejores consejos que he leído.

Antes, hace ya muchos años, pensaba que la clave de revisar un manuscrito era añadir todas las ideas que me dejaba en el tintero. Acababa con monstruos de Frankenstein kilométricos y aburridos. El borrador de El mar llegaba hasta aquí llegó a sumar 130.000 palabras y todos los primeros lectores coincidieron en que algunos tramos se hacían algo largos. Ahí me atreví a la locura de condensar algunos capítulos y eliminar escenas enteras: comprobé que aquel consejo que había leído tenía razón. Sin algunas partes, de repente las que sí mantenía ganaban fuerza, cada frase cobraba mayor importancia. El texto final quedó en unas 80.000 palabras, casi 300 páginas impresas. Hoy en día, creo que me atrevería a una versión más escueta de la misma historia, pero así salió entonces porque así escribía el Alex de entonces.

Para el siguiente proyecto, me propuse lograr una novela breve, como las que me gusta llevarme a la playa en verano. Libros que te puedes leer del tirón, de una sola sentada, cortos pero impactantes porque durante unas pocas horas solo existen ellos y tú dentro, sin hacer otra cosa que interrumpa lo que sucede entre sus páginas. Además, escribir El mar llegaba hasta aquí me había dejado exhausto y creía que una novela breve sería más sencilla. Error.

En primer lugar tuve que enfrentarme a dos primeros manuscritos de El vacío que dejan las estrellas: uno de 45.000 palabras y otro de 60.000, con notables diferencias entre ambos, distintos desarrollos, algunas escenas complementarias, otras que ofrecían variaciones de un mismo hecho… Logré condensarlos en un borrador intermedio de unas 50.000 palabras. Pero cuando decidí cambiar el punto de vista e insuflar un tono más optimista a esta distopía, tuve que volver a empezar. El último borrador quedó en unas 30.000 palabras. Me pareció demasiado corto, pero pensé que si lo necesitaba siempre podría rescatar escenas de la anterior versión que tenía en el cajón.

Diez años después, todavía me daba miedo eliminar. Quizás será algo que me pase siempre: el primer instinto nos dice que hay que añadir palabras, no restarlas. A medida que fui ordenando y revisando el último borrador, me sentí tan cómodo con la historia, que probé a eliminar algunas escenas que aletargaban el ritmo de la historia. Así la huida de mis personajes mejoraba. Dejando solo las escenas imprescindibles, la narración se convertía en una especie de flashes rápidos y casi autoconclusivos que casaba muy bien con la urgencia que buscaba, con los capítulos cortos y los diálogos insertados entre ellos.

Para no caer en tentaciones, borré el anterior borrador del ordenador. Trabajé solo con el último manuscrito pasado a limpio, salvando siempre, eso sí, las escenas que no iba incluyendo por si finalmente las tenía que incluir. Durante los primeros 30 días de confinamiento, ordené y revisé escenas, procurando hacerlas lo más breves e intensas posibles. Confiaba en el poder de los haikus, que ahora son mi tipo de poesía favorita porque en apenas 17 sílabas consiguen condensar todo un universo y transmitir mucho más que otros poemas llenos de florituras.

Así que podé, corté, resumí, sinteticé… Dejé solo lo imprescindible, las escenas que necesitaba para contar esta historia y ninguna más. Cuando llegué al final del trayecto previsto, me di cuenta de que después de la palabra FIN aún sobraban muchas palabras, todavía esperando por si me decidía a incluirlas, pero no tuve miedo de eliminarlas. Mis personajes habían llegado adonde yo quería. La versión definitiva quedó en 20.000 palabras. Serán unas 120 páginas cuando lo imprima. Justo la extensión de los libros que más me gustan.

Ahora, cuando releo partes de mi nueva novela, puedo sentir todavía el peso de las frases que ya no están. Suena extraño pero creo que, sí, es cierto, su ausencia enriquece a las frases que siguen aquí. Quizás de eso trataba el título, de este aprendizaje. Cuando pierdes el miedo a desprenderte de algo porque ya tienes todo lo que necesitas.

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Diario de creación 4: El reto de escribir diálogos

Théo Gosselin

Durante años evité incluir diálogos en mis textos en la medida de lo posible. Admiro a los escritores capaces de escribirlos bien y adoro las películas donde los personajes hablan y hablan porque me parece complicado conseguir que suenen creíbles. Es en los diálogos donde el autor acaba delatando su voz: si no vas con cuidado, acaban expresándose con tus palabras, diciendo lo que tú dirías y no lo que de verdad opinan.

Los buenos diálogos deberían servir para que el lector conozca a los personajes de primera mano, sin aparente intervención del escritor como ocurre en el resto del libro. Lógicamente se trata de un artificio, pero tiene que ser creíble. Nada peor que unos diálogos poco naturales donde todo el mundo acaba hablando de la misma manera.  Era lo que me ocurría a mí, así que la primera solución fue no incluirlos: apostar por las descripciones y los pensamientos.

Pero es complicado hacer avanzar una historia sin que los personajes hablen. Así que para El mar llegaba hasta aquí empecé a trabajar en los diálogos, atento a cómo lo hacían los autores y guionistas de las historias que me gustaban. Un profesor de guion nos contó que lo importante es que cada personaje se exprese acorde a su personalidad, de manera que incluso sin acotaciones se pueda saber quién dice qué y en qué tono. De hecho habría que librarse de las acotaciones, nos decía. Y también imaginar una voz distinta para cada personaje, de manera que al escribir sus frases la oyéramos y eso nos facilitara darle su personalidad.

Cogí tanta confianza a medida que lograba diferenciar las voces de mis personajes que hasta me planteé un reto: un capítulo que consistiera en diálogo en su mayor parte. Esa escena con Leo y su amigo hablando de todo y de nada mientras salen de fiesta fue uno de los más divertidos de escribir. Tanto lo disfruté que me propuse un reto para la siguiente novela: incluir muchas escenas de diálogos, sin acotaciones ni descripciones.

Pensé que si tanto me gusta la trilogía de Antes del amanecer donde Jesse y Celine apenas hacen nada que no se hablar, o si tanto me enamoró una larguísima escena del libro After Dark de Murakami donde dos desconocidos se encuentran en un bar e intiman más que con nadie antes a base de desnudarse palabra a palabra, entonces yo tenía que intentar escribir conversaciones también, no estaba bien rehuirlas.

Así, El vacío que dejan las estrellas pasó de no tener diálogos en su primer borrador a que casi la mitad de las escenas sean habladas en la versión definitiva. Tenía sentido en una historia donde los personajes no pueden tocarse pero luchan por conocerse el uno al otro. Por supuesto, este aspecto tuve que pulirlo y de hecho es una de las cosas que más trabajé en cada revisión. Recordé los trucos de mi profesor, llegué a escuchar las voces de mis personajes, y cuando lo hacía sus frases fluían, cada uno expresándose con su cadencia. Uno muy preguntón y entusiasta, el otro más escueto e irónico.

Mientras corregía, me fijé especialmente en palabras y expresiones que se repetían a lo largo de sus conversaciones para que solo las usara uno de ellos y así distinguirlos. Procuré borrarme a mí mismo de sus diálogos, reconocer frases que yo diría pero no ellos y eliminarlas para que durante esos momentos de intimidad solo estén ellos dos comunicándose y el lector escuchando. Confío en haberlo conseguido.

Sé que todavía me falta mucho para conseguir que mis personajes hablen como en las historias que me gustan, pero al menos ahora me atrevo a escucharles.

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Diario de creación 3: ¿Brújula o mapa?

Théo Gosselin

Nunca me había planteado mi manera de abordar las historias hasta que leí esta pregunta en Twitter: ¿escribís con mapa o con brújula? Escribir con mapa sería tener toda la historia planificada por orden, escena por escena. Hacerlo con brújula sería, en cambio, lanzarse a la página en blanco y dejar que sean los protagonistas quienes te muestren el rumbo.

Me gustaría decir que soy de los segundos, suena más salvaje y aventurero, pero no es así del todo. Puede que con un relato funcione bien lo de escribir con brújula, pero las novelas tienen una extensión considerable y siempre ayuda tener algo que te oriente en cada página: en mi caso, siempre escribo la escena final del libro al inicio del proceso. Sabiendo adonde quiero llegar me resulta más fácil después experimentar o probar distintos enfoques: gracias a haber escrito esa última escena, sé también lo que quiero contar, el tono que tienen que tener las frases y las escenas, qué hay tras las motivaciones de mis personajes.

Fijado el rumbo, cojo un cuaderno en blanco y escribo escenas sueltas, a veces solo un párrafo o incluso una frase suelta que todavía no sé dónde encajará. Durante todo el proceso, es el desenlace que ya está decidido lo que ilumina las páginas. Me pasa lo mismo con los viajes. Siempre me compro guías con itinerarios marcados para alejarme de ellos sabiendo qué quiero ver y adonde tengo que volver, pero sorprendiéndome también por el camino. Es como si teniendo una red debajo fuera más fácil saltar al vacío. Un truco de la mente, supongo.

Con El mar llegaba hasta aquí, en cuanto tuve claro el final, surgieron también unas escenas claves para llegar a él. Elaboré una estructura inicial que fue mutando conforme escribía, pero incluso al terminar el proceso, en las revisiones definitivas, las escenas que menos variaron fueron aquellas que me sirvieron de mapa. Del final, de hecho, apenas modifiqué ninguna palabra. Varió el inicio conforme iba puliendo cada borrador, acercándome a eso qué quería contar con mi historia.

Curiosamente, con El vacío que dejan las estrellas me pasó al contrario: la escena que más ha variado de todo el libro es justo la última. En el primer borrador era la primera escena, pero en los siguientes borradores la situé al final porque me gustaba su simbolismo y fue eso lo que me orientó a lo largo de todo el proceso. Este cambio, como es lógico, transformó el resto del libro. Se mantuvieron elementos fijos, pero en este caso el mapa fue aclarándose a medida que me acercaba hacia el final.

En la última revisión, la que hice durante los primeros 30 días del confinamiento, al tener que ordenar todas las escenas que había escrito, a menudo variaciones de una situación parecida, las piezas fueron encajando, llevándome a ese final que ideé años atrás teniendo solo muy claro lo que para mí significaba. Y cuanto más me acercaba, más claro lo tenía, mejor se dibujaba en la página. Como esos viajes que salen distintos a lo planeado pero los disfrutas como ningún otro. No sé si fue gracias a un mapa o una brújula, más bien un talismán, pero sin él, sin saber lo que quería contar, sin conocer la sensación que quería provocar antes de cerrar el libro, entonces mis personajes no habrían logrado recorrer todo el camino.

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Diario de creación 2: La voz del narrador

Fotografía: Théo Gosselin

En los borradores iniciales de El vacío que dejan las estrellas, tuve que luchar contra un enemigo invisible: la elección de un narrador equivocado. Cuando por fin elegí el adecuado, las escenas fluyeron con una facilidad pasmosa, pero antes tuvieron que pasar muchos años y unos cuantos manuscritos hasta dar con esa voz que necesitaba mi historia.

No hay reglas mágicas porque cada libro requiere un narrador distinto donde también influye el punto de vista de cada persona que se sienta delante de la página en blanco. Muchos escritores escriben siempre igual (en primera persona, en tercera persona…), es parte de su estilo, pero incluso ellos tarde o temprano acaban recurriendo a una voz distinta cuando cierta historia lo requiere. Es algo que «se siente», así de místico, como si alguien te dictara las frases en tu cabeza.

Como desde el principio tuve claro que mis protagonistas serían perseguidos por unos cazadores misteriosos, se me ocurrió que podría funcionar escribir con un narrador omnisciente que los seguía y conocía todos sus pasos y pensamientos y solo de vez en cuando se manifestaba como personaje anunciando lo que iba a hacer con los protagonistas. La idea me vino por Madame Bovary de Gustave Flaubert, donde en la primera escena del libro, lo que parecía un narrador en tercera persona convencional, se descubre que es uno de los compañeros de clase del futuro marido de Emma Bovary. Es decir, un testigo, alguien que quizás formará parte de las habladurías que tanto teme ella. Fue un reto complicado que dejé a medias: sumado al tiempo presente de la narración, quedaba una voz robótica e impersonal.

Para el siguiente borrador, probé con los verbos en pasado: tampoco funcionó, la huida de los protagonistas requiere algo de urgencia e inmediatez, también de incertidumbre acerca del futuro. Así que pasé a un narrador más corriente: en primera persona y en presente, tal como había escrito mi otra novela, El mar llegaba hasta aquí. Con esta voz pude terminar ese borrador y pasarlo a limpio. Estaba satisfecho de haber completado una versión de la historia, pero notaba que seguía habiendo algo extraño. Como en ningún momento se saben los nombres de estos personajes, no quedaba natural que el narrador se refiriera al otro continuamente como «él»: él conduce, él baja del coche, él me mira. Parecían acotaciones de un guion de cine.

Cuando retomé la historia en 2016, ya con su título definitivo y con la intención de que la historia, dentro de ser una distopía, contuviera algo de esperanza, también estaba preparando los relatos de El amor desordenado. En ese libro de cuentos repaso varias de mis experiencias amorosas y lo hago con un tono íntimo pero positivo, como si me dirigiera de tú a tú con mi antiguo amante ahora que guardo un buen recuerdo y de paso permitiera al lector espiar ese instante privado entre dos personas (o como si tú fueras aquel amante que el tiempo y la distancia alejó). Supongo que se parece a la voz que usan todas las canciones que me gustan para implicar al oyente.

En algún momento, se me ocurrió que quizás así, manteniendo el presente pero alternando primera persona y segunda persona, como en una canción, lograría aportar a El vacío que dejan las estrellas esa calidez que echaba en falta en los anteriores borradores. Me puse a escribir y, en efecto, gracias a esta nueva voz las frases fluyeron solas, por fin podía ver las acciones de los personajes y escucharlos sin tener que batallar contra la página en blanco. Las escenas ganaron intimidad al poder decir: «tú conduces, bajas del coche, me miras». Además, se produjo un efecto inesperado: las frases escritas en primera persona del plural, de repente quedaban épicas. Huimos, corremos, bailamos.Tenían algo de inevitable, una cadencia muy adecuada para esa huida sin retorno de los protagonistas. A partir de ese momento, tuve claro que mantendría este narrador porque por fin la novela funcionaba.

Siempre había leído la importancia de elegir una voz narrativa óptima para la historia. Es algo básico que se menciona en todos los manuales de escritura. Pero hasta que sufrí viendo cómo mi narración se atascaba o quedaba rara, no comprendí de verdad el poder que tiene ese simple cambio: el tiempo verbal y los pronombres se ajustan a la historia y viceversa. En tercera persona y en primera persona con tiempos verbales en pasado casi siempre funciona, por algo son los narradores más usados, pero si por lo que sea no ocurre así, hay que probar y experimentar, reescribir y releer para sentir los diferentes efectos. Cada libro tuyo solo tienes una manera de contarlo y primero tienes que encontrarla.

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