Diario de creación 1: La importancia de los primeros borradores

Me ha llevado 11 años terminar El vacío que dejan las estrellas, mi segunda novela. Durante todo ese tiempo escribí varios manuscritos de manera intermitente, con muchos cambios de uno a otro. Os iré contando los detalles de este proceso en los días que faltan hasta su publicación el 23 de abril.

El primer borrador lo empecé a escribir en 2009. Entonces aún no sabía lo que era un primer borrador; estaba convencido de que todo lo que tecleara ya era casi definitivo, más allá de revisar la ortografía. Así que escribí el primer capítulo, luego el segundo, luego el tercero… y así hasta que me atasqué. Dejé en el limbo una historia que en aquel primer momento se titulaba Baile de máscaras. No, entonces tampoco sabía la importancia de un buen título.

Durante año y medio apenas escribí nada. Pero varios impactos en mi vida me ayudaron a crecer en el terreno personal y finalmente me motivaron a escribir la que sería mi primera novela, El mar llegaba hasta aquí. Entre agosto de 2011 y enero de 2015, casi todo lo que hice fue escribirla y revisarla. Aprendí mucho en el proceso: lo que era un borrador, la importancia de un buen título, pero también descubrir mi voz narrativa, mejorar los diálogos, estructurar la historia… A medida que me conocía como escritor, ganaba seguridad en mí mismo. Para la odisea de Leo y Adán rescaté una idea de aquella historia que había quedado en el limbo: un mundo donde siempre llovía.

En octubre de 2013, entre corrección y corrección de El mar llegaba hasta aquí, mientras dejaba que el texto madurara dentro del cajón para retomarlo con más objetividad y mejor juicio, decidí retomar aquel viejo manuscrito. Había perdido el documento original, pero con todo lo que recordaba, pude retomar la historia bajo el título Nunca seremos inocentes. Lo hice en el cuaderno de la izquierda que aparece en la foto. Fueron dos semanas de escritura intensa que, después de otros dos meses, dieron lugar al borrador encuadernado en el centro de la foto.

En el mundo de esos dos personajes que huyen se había producido un cambio: ya nunca llovía. Ahora recorrían un desierto donde nadie podía tocarse. Con este nuevo borrador tenía más clara la estructura de la historia, teniendo en cuenta el final adonde quería llegar y lo que quería contar por el camino, algunas cosas que no habían funcionado de mi primer idea, nuevos planteamientos. Ahí decidí, por ejemplo, que mis dos personajes hablarían mucho: habría escenas de puro diálogo combinadas con las de exploración y aventura. Cada decisión que tomaba se sentía como volver encontrar el camino cuando te crees perdido en una zona nueva de una ciudad que ya conoces.

Para guiar a los protagonistas por esos paisajes desolados, ideé unas mariposas azules con las alas en llamas que pasaron a convertirse en libélulas cuando retomé el proyecto tres años después, en verano de 2016. Había descubierto que en Japón las libélulas simbolizan agilidad, fuerza y victoria porque consiguen mantenerse rectas aunque se apoyen solo con una parte del cuerpo. Me gustaba ese simbolismo para la huida de los dos protagonistas. Quería que la historia fuera algo más luminosa que en las primeras versiones y por eso también cambié el título: de Nunca seremos inocentes, muy tremendo y derrotista, a El vacío que dejan las estrellas, poético y ambiguo.

No fueron los únicos cambios en este tercer y último manuscrito (la libreta azul en la foto). Por el camino se había cruzado la publicación de mis primeros libros, especialmente la novela El mar llegaba hasta aquí, que me había enseñado tanto sobre mi manera de escribir. Y me había demostrado que, si me lo proponía y me establecía una rutina diaria, era capaz de sacar adelante una historia y publicarla. En otras palabras: tres libros y mucha vida después, yo ya no era el mismo que en 2009.

Además, los cuentos breves de mi tercera obra, El amor desordenado, me aportaron la clave más importante para abordar esta novela en su forma definitiva: la voz del narrador en segunda persona. Entendí que uno de los fallos de los borradores iniciales había sido la elección equivocada del tipo de narrador: cuando elegí el adecuado, las escenas fluyeron con una facilidad pasmosa. Pero de esto hablaré con más detalle en la próxima entrega de este diario de creación.

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El vacío que dejan las estrellas (6)

De la nada, aparece el camión de los cazadores. La luz de los faros se desparrama como pintura blanca. Sus ruedas dentadas avanzan con paso firme por la arena, aplastando todos esos cactus que nuestro coche evitaba. Los revientan como cabezas de extraterrestres. Resguardados por una duna, has frenado a tiempo, los observamos descender hacia el motel al que nos dirigíamos. Sus ropas de calle, camisetas, vaqueros, sudaderas con mensajes divertidos, contrastan con los ramilletes de armas con las que se abren paso en el edificio. Uno de ellos se coloca bien la capucha y enciende una antorcha antes de entrar. Las risotadas de la jauría retumban contra el cristal del coche. Contenemos la respiración, tú apretando los dientes, yo tapándome la boca con las manos para que no escape ni una gota de aire. La lengua me sabe a sangre. Por suerte, ahora no salta ninguna canción en la radio. Pasan uno o dos minutos pero no suenan los disparos que esperamos, no se oye nada. El olor del humo nos llega segundos antes que el brillo del fuego. Los cazadores vuelven a subir al camión dándose palmadas en el hombro entre risas que ya no distinguimos. Sus dientes parecen rojos en mitad de las llamas. Cuando reanudan su camino, los focos enormes del camión rozan nuestro escondite pero el vehículo nos pasa de largo dejando tras de sí las huellas de un reptil escurridizo. El motel no tarda en derrumbarse sobre sí mismo, engullido por el incendio. Cae en silencio como si él tampoco quisiera delatarnos. Todo lo que queda de los cactus son unos bultos de babas verdes que chisporrotean en la noche rojiza.

—Hubo un día, y no sé qué día fue, que tuvimos esta fiesta, la típica fiesta a la que iba todo el mundo, y tú solo te acordabas de la mitad de los nombres, a veces ni eso, ya sabes, y no faltaban bebidas, una fuente con todos los ingredientes de tacos que teníamos que montar nosotros, canciones de Rihanna, droga, en fin, la típica fiesta, y estaba este chico que nadie sabía quién era pero él nos saludaba a todos y le sonreíamos, por si acaso.
—Esto me lo sé. Un policía, ¿no?
—¡Ya estás fastidiándome la historia! Eso fue lo que pensábamos todos la mañana siguiente, que era policía y nos iba a delatar.
—Vaya, que se os pasó la resaca de golpe.
—Recuerdo coger el móvil y preguntarle al anfitrión “oye, el tío ese de la camiseta verde, ¿seguro que no era poli?”. El rumor corrió como la pólvora, pasamos unos días de paranoia. Buscamos información sobre el chico, nadie lo conocía. Teníamos claro que vendrían a cazarnos a todos de un momento a otro. Pero en plena fiesta, con tantas cosas entre manos…
—Y algunas también en la boca…
—No lo voy a negar, el caso es que en aquel momento, y eso te quería contar, en plena fiesta ni se nos pasó por la cabeza que aquel chico pudiera ser peligroso. Nos lo estábamos pasando tan bien que todo parecía infinito.
—Como cuando te acostabas con un ex. Que sabías que no deberías hacerlo pero lo hacías. Algo que en el momento parecía divertido.
—¡No, mejor! Como cuando estabas en la mejor fiesta de tu vida y por una vez, por primera vez en años, tu vida no sentías que corriera ningún peligro. Nos reímos de aquel chico desconocido un rato y después seguimos a lo nuestro. Por fin nos sentíamos seguros.
—Yo nunca dejé de tener miedo, creo.
—¿Y crees que a ellos también les pasaba? Esto de tener miedo, de dudar. Me lo pregunto a menudo. Si fallamos o somos una réplica tan exacta que hasta repetimos sus defectos.
—Seguro que sí. Y seguro que también destruían. También odiaban.
—¿Alguna vez cazaron a alguien a quien conocieras?
—Muchas. Era el problema de dar tantos conciertos y entrevistas: cuestión de probabilidades. Me pasaba el día mirando hacia la puerta, con el teléfono apagado, convencido de que ya venían a por mí. Cualquier ruido me lo certificaba. Los últimos meses fueron terribles. Después de cada concierto llegaban noticias de cacerías y ya no era una cuestión de si ocurriría, sino de cuándo. Bueno, qué te voy a contar.
—¿Está mal que me alegre de que no nos pasara a nosotros?
—No creo que seas el primero que se alegra de la desgracia ajena.
—Me doy cuenta de que es verdad que no somos humanos. Nos programaron para parecerlo, pero eso no significa que lo seamos.
—Al final hemos acabado hablando de todo lo que dijimos que no hablaríamos…
—‎¡Es verdad! Pero me niego, te lo juro que me niego. ¿No hay otras cosas que podamos contarnos?
—‎Empieza tú. Dime algo, cualquier cosa.
—‎…
—No es fácil, ¿eh?
—Me estoy acordando de una plaza feísima que tenía cerca de casa. La típica plaza que solo servía para conectar dos calles anchas y una salida de metro. Ahí me di el primer beso de la segunda cita con un chico que me gustaba mucho. Casi le aparté la cara, no esperaba que quisiera besarme, y menos en público.
—Claro.
—Nunca volví a pasar por aquella plaza y ahora me arrepiento. No sé por qué quedábamos allí, la verdad. Todos estos sitios que dejamos atrás ya no queda nadie que los recuerde, mañana ni siquiera los recordaremos nosotros. ¿No te gustaría volver atrás?
—Un poco, a veces. No. No.
—¿Sabes que me contaron? Que dentro de mucho tiempo, varios millones de años o así, cuando el universo se expanda al máximo, entonces empezará a contraerse de nuevo, y todo funcionará al revés, como si estuviera rebobinando. En algún momento volveremos a pasar por aquí, por esta misma duna, pero marcha atrás. Todo sucederá exactamente igual, o eso me dijeron, solo que en el orden inverso. Ese motel se apagará y se pondrá en pie. Comeremos como si vomitásemos y moriremos al nacer.
—Se hace raro pensarlo… ¿Y nos daremos cuenta?
—¿A qué te refieres?
—Si sabremos que estamos volviendo a vivir al revés.
—No creo, para nosotros será tan natural como ahora. Pero supongo que se nos volverá a escapar todo como si creyéramos que en algún momento podremos regresar.
—Bueno, piensa en todos los coches que volveremos a coger juntos. ¿No te apetece eso?
—¿Serán bonitos?
—Preciosos, un Mini verde y todo.
—Me gustaría pensar que justo a la mitad habrá un instante que todo se detendrá. Como un déja-vu. Para que dentro sintamos que ese instante irrepetible ya lo hemos vivido. Un nanosegundo congelado donde mirarnos a los ojos antes de que todo continúe.

Siguiente capítulo…

El vacío que dejan las estrellas (5)

—No pensaba que necesitaríamos tantas cosas para sentirnos libres. Fíjate: necesitamos otro coche con gasolina, comida de verdad, una tarjeta de crédito que funcione… Y camisetas nuevas. No voy a ir siempre con esta, ¿no?
—¿Lo imaginabas así? Esto de dejarlo todo atrás, me refiero. Yo creía que sería más fácil, lo confieso, que no necesitaríamos listas de la compra.
—No lo sé. Aprendí a conducir solo para este momento y ahora…
—¿Para salvarme a mí? Muchas gracias.
—Cuando sospeché que el siguiente cazado sería yo, me puse a estudiar como un loco. Cada vez que me atascaba en algún test, para darme ánimos imaginaba el instante que cogería un coche. Entonces podría huir, sería libre…
—Todavía hablamos en condicional, como si no acabáramos de creérnoslo. Supongo que es normal, hacía siglos que no viajábamos a ninguna parte.
—Esto no es un viaje. No te equivoques. No hay ninguna ciudad a la que ir, nada interesante que queramos ver. Ir hacia adelante: eso es todo lo que haremos.
—¡Empezamos bien!
—¿A qué viene eso?
—Digo cosas para romper el hielo y me sueltas una bordería.
—Conmigo no necesitas romper el hielo. Puedes seguir ahí callado mientras conduzco.
—Te odio un poco porque estás muy guapo cuando te enfadas.
—Desde luego que empezamos bien, sí.
—¿Qué he dicho ahora?
—Sigues hablando para romper el hielo o yo qué sé. Y además, detesto los cumplidos vacíos.
—¿Por qué los guapos siempre os tenéis que quejar cuando os recuerdan que lo sois?
—Perdona. Creo que estamos los dos un poco tensos.
—…
—Tú no necesitas enfadarte para estar guapo, que lo sepas.
—Empezamos bien…
—Antes los viajes empezaban siempre así de bien. Lo que pasa es que ya no nos acordamos.

Atravesamos el desierto negro bordeando unas antiguas vías de tren, apenas visibles entre la arenisca que acumula el viento. En la radio, un cantante que desconozco no para de repetir el mismo estribillo: “Words don’t come easy” y después tú completas cada “to me”. Más allá del parabrisas, una carretera a medio construir se hunde entre los cactus del desierto como una serpiente carbonizada. Su piel brilla bajo la luz de las estrellas. Avanzamos escuchando las campanillas de la canción por esta esplanada infinita. “How can I find a way to make you see I love you?” De vez en cuando unos carteles blancos rompen el paisaje nocturno; tú no te desconcentras de cantar y conducir pero yo sí los sigo para asegurarme de que no aparecen nuestros retratos. Apenas se tienen en pie en la arena y anuncian viviendas para familias sonrientes que sigo hasta que se funden con el infinito. Lejos de tranquilizarme, caigo en la cuenta de que desde ayer no hablamos de ellos. Si nos estarán persiguiendo en uno de sus camiones, si ya estarán cerca y verán las mismas dunas, la misma bruma que nos envuelve a nosotros. Prefiero no pensarlo. Una gota de sudor se desliza por tu mejilla, cerca de tus labios resecos, y te apresuras a lamerla. La canción ha terminado sin que ninguno de los dos se diera cuenta.

Ladrillos pintados de blanco y un balcón también blanco con plantas secas en macetas blancas. La casa no tiene nada de especial. Como mucho, las vistas: las ruinas de un castillo en lo alto de una colina. Pero sospecho que no te detienes aquí por las vistas. Desde el patio frente a la puerta, te oigo subir al segundo piso, remover objetos, tirar algo al suelo. Desearía haberme adelantado hasta aquí para tener preparado lo que buscabas. En vez de eso trazo cruces en la tierra con la punta de mis deportivas gastadas. Te diría que también necesitaremos zapatos nuevos pero me callo porque ya bajas por las escaleras, regresas con tu cara de siempre, y el tupé como recién peinado. Sonríes incluso. A tu espalda se levanta una humareda a la que no prestas atención. Una maceta se resquebraja por el calor del fuego. Regresamos al coche sin respuestas, sin nueva carga, tan vacío tú como la casa ardiendo, el mismo silencio, y arrancas enseguida, deprisa hasta la rotonda a la salida del pueblo abandonado, una ruleta donde elegir destino. Emprendemos el único camino posible. El norte, lejos, adelante, todo recto. Cuando deja de verse el fulgor anaranjado del incendio, tomo conciencia de que jamás volveremos a ninguno de los sitios que visitamos. Tú no despegas el pie del acelerador porque no puede ser que este desierto sea lo último que veamos. Parece que vayamos detrás de esa estrella fugaz que rasga el cielo a lo lejos, pero cuando estalla al otro lado de las montañas nosotros seguimos aquí.

—¿De qué hablabas antes?
—Antes… ¿cuándo? ¿En aquella casa? No había nadie, ya lo has visto.
—Mucho antes, antes de esto. Con los otros.
—Odiaba tener siempre la misma conversación, ¿sabes? Repetir lo mismo que le has dicho al anterior en el mismo orden. Así que si surgía cualquier tema absurdo, a eso me aferraba.
—¿Y daba resultado?
—Qué va. Hablar con alguien, o dejarle hablar, solo servía para certificar lo aburrido que era. Hombres aburridos a la espera de que alguien se riera con sus aburridas historias.
—A ti se te conquista con conversaciones sobre el último libro que has leído. ¿Me equivoco?
—No hace falta que sea el último.
—¡Acabo de acordarme! Seguro que entiendes esta anécdota. Una vez en una cita empecé a hablar de la muerte de mi padre con un chico al que acababa de conocer.
—Vaya…
—Fue hace mucho tiempo. Entonces, cuando se lo conté al chico, ni siquiera acababa de ocurrir. No sé por qué lo hice. Creo que él me habló de cómo había encontrado a un familiar muerto de un infarto a los pies de una escalera. Algo así. Recuerdo que había una escalera. Y yo me abrí, en aquella terraza entre cerveza y cerveza le conté cosas que no le había contado a nadie. Le hablé de las canciones que sonaron en el funeral. Ninguna la había elegido yo. Y sus otros hijos…
—¿Tus hermanos?
—No, sus otros hijos, de otra madre. Ellos lloraban y yo lo sentía como un dolor lejano, como cuando no entras en una película y puedes notar que los actores están interpretando un papel. Se lo conté todo mientras él me miraba alucinado.
—Esa manera que tenemos de abrirnos a un desconocido, ¿no?
—Sí, sobre todo con alguien al que no volveremos a ver.
—Contigo me pasa al revés…
—¡A mí también! Cada vez me apetece contarte más cosas.
—No, me pasa al revés: cuanto más te conozco, menos quiero contarte. Me asusta que llegues a conocerme. Tengo la sensación de que cuanto más sepamos el uno del otro, más nos alejaremos.

Siguiente capítulo…

El vacío que dejan las estrellas (4)

El parpadeo de la pantalla convierte la habitación del motel en un acuario. Nosotros no buceamos. Cansados de la huida permanecemos quietos sobre la cama incómoda, como si esta fuera el submarino que ha de llevarnos a la próxima misión. Quietos y desnudos, separados por un cojín, las espaldas contra el cabezal de madera, muy atentos al porno del televisor porque en él ocurre lo que nos gustaría. No comento que siempre quise probar esa postura para que no pienses que te estoy proponiendo algo. Observamos el sexo ajeno como quienes veían de pasada la escena de una película en la tele de exposición que no iban a comprar. Solo ahora me doy cuenta de cuánto me duelen los pies, y eso que apenas hemos caminado. Minutos después de colocarme el guante profiláctico hasta el codo, te agarro la polla: tiempo prudencial para que no parezca que mi única intención era esa. Tú haces lo mismo y agitamos las manos en la oscuridad azulada. Como si quisiéramos alimentar unos peces que no existen. Siempre me sorprende la dureza de una polla cuando no es la mía, igual que entristecen más las lágrimas de otros ojos. Gemimos en la penumbra solo una vez. Nuestro olor acre lo inunda todo. En la pantalla tardan algo más en terminar. Ellos tienen todo el tiempo por delante, o han podido escapar del tiempo, son eternos en el vídeo.

—No te imaginas la de veces que había fantaseado con esto.
—¿Viajar con un chico guapo?
—No. También. Que todo acabase. Una guerra, decía mi abuela que tendríamos que pasar para espabilarnos.
Y tenía toda la razón la mujer…
Ahora me acuerdo de aquellos días que deambulaba por los pasillos del súper, entre estanterías llenas de comida, un domingo a mediodía, y no me decidía por nada, no veía nada que me apeteciera, nada que supiera cocinar.
—No podemos quejarnos. Las estanterías están vacías pero nos iremos apañando, ¿no? Tu abuela estaría orgullosa.
—¿Y qué opinaría de lo que acabamos de hacer?
—Desearía haberlo hecho como hacían los humanos.

Juntamos los labios y el gesto escuece. Al principio solo eso, un leve escozor que va en aumento como lo haría el deseo. Cuando llegan las llamas, nos separamos deprisa y un último hilo de saliva las apaga a tiempo. Después nos quedamos inmóviles, recuperándonos de la pequeña batalla. A esta distancia prudencial tus dos ojos marrones se transforman en uno solo gigantesco. Es todo lo que distingo: aquí no veo tus labios aunque acabe de besarte, no veo tu nariz mientras el vaivén de tu respiración golpea la mía, no veo nada que no sea ese único ojo con el que me miras. Me pregunto si tú verás lo mismo. Si no somos más que dos espejos encima de un colchón. Dos cíclopes que se ven hermosos. Por mucho que juguemos a llegar más lejos de lo que nunca nadie llegó antes, siempre nos quedamos a un paso. Adormilado, sueño con haber encontrado un hogar para nosotros en este motel cutre hasta el que te he seguido. Pero en cuanto desaparece el sol tenemos que ponernos en marcha otra vez. Nos vestimos con la misma ropa y bajamos trotando las escaleras metálicas por las que nunca volveremos a subir. Ahora no podemos parar, dices mientras buscas otro coche en el aparcamiento medio vacío. Desayunamos una pastilla azul para recuperar la energía que no encontramos. Durante un segundo, su tacto suave en mi lengua se parece al de tu beso antes.

Siguiente capítulo…

El vacío que dejan las estrellas (3)

Nunca te fíes de alguien que huye. La vieja advertencia de mis padres regresa ahora que ya nos hemos convertido en fugitivos. Por suerte, ellos no viajan con nosotros. Solo estamos tú y yo y esta carretera recta que intuimos entre la arena oscura. El crepitar de la radio nos hace saltar en los asientos como lo haría un incendio aquí dentro. Las voces de David Bowie y Freddie Mercury llegan lejanas, cada sílaba recorriendo una distancia insalvable hasta nosotros. Quizás viajan desde aquellas dunas que nunca se mueven en el horizonte. Tú te sumas a cantar: “It’s the terror of knowing what the world is about.” Recitas con un pie en el acelerador, el tupé al viento y la sonrisa burlona de quien se sabe bueno en algo. Desearía unirme pero no me sé la letra así que solo chasqueo los dedos. Detrás del coche unas pocas libélulas revolotean al ritmo de las percusiones antes de combustionar y volverse ceniza. “Insanity laughs, under pressure we’re breaking”. La música sube, los gritos se vuelven más nítidos, y tú cantas cada nuevo verso con mayor entusiasmo: “Why can’t we give love that one more chance? Why can’t we give love, give love, give love…?” Cuando debería llegar el último intercambio entre Freddie y Bowie, la única parte que recuerdo, justo entonces la canción se corta en seco. Desaparece como un fantasma al llegar el día. Me quedo con la boca abierta y mi último chasquido se funde con el silencio. Tú continúas conduciendo como si no hubiera pasado nada, tu camiseta granate contrastando con la barba rubia. Más allá de las dunas, el sol del amanecer asciende y asciende para quemar el cielo. De la tierra emergen troncos calcinados para atraparlo pero no lo consiguen. Tampoco nos atrapan a nosotros. Ahora somos dos fugitivos que han dejado atrás todo lo que ya no importa.

—¿Desde cuándo cantas tan bien?
—Venga, deja de disimular. Lo sabes perfectamente.
—¿A qué te refieres? Yo no sé nada, ¡pero si acabamos de conocernos!
—Te juro que iba a felicitarte por lo bien que disimulabas. Antes de huir era cantante. No muy conocido, tampoco te creas… Pero saqué un disco hace cuatro o cinco años que sonó bastante.
—¡Cántame algo tuyo!
—Si te portas bien, quién sabe…
—Y supongo que tu nombre es secreto.
—Nada de nombres. Es lo que acordamos, ¿no? No debería haberte dicho nada.
—¿Por qué dices eso? Me gusta saber cosas de ti para ir conociéndote.
—Es que esto ya me lo sé de memoria. Ahora todo, todo lo analizarás a partir de ese dato: el cantante famoso. Me reducirás a eso pero soy más cosas, ¿sabes?
—¿Como cuáles, por ejemplo?
—Así en frío no lo sé, pero soy muchas más cosas. Te lo aseguro. Mira: sé cocinar. Se me dan muy bien las galletas, las tartas… la repostería en general.
—¡Qué suerte tenerlo tan claro! Yo creo que hui para saber qué o quién soy, lo que me gusta, hace tiempo que dejé de saberlo.

Siguiente capítulo…