—No pensaba que necesitaríamos tantas cosas para sentirnos libres. Fíjate: necesitamos otro coche con gasolina, comida de verdad, una tarjeta de crédito que funcione… Y camisetas nuevas. No voy a ir siempre con esta, ¿no?
—¿Lo imaginabas así? Esto de dejarlo todo atrás, me refiero. Yo creía que sería más fácil, lo confieso, que no necesitaríamos listas de la compra.
—No lo sé. Aprendí a conducir solo para este momento y ahora…
—¿Para salvarme a mí? Muchas gracias.
—Cuando sospeché que el siguiente cazado sería yo, me puse a estudiar como un loco. Cada vez que me atascaba en algún test, para darme ánimos imaginaba el instante que cogería un coche. Entonces podría huir, sería libre…
—Todavía hablamos en condicional, como si no acabáramos de creérnoslo. Supongo que es normal, hacía siglos que no viajábamos a ninguna parte.
—Esto no es un viaje. No te equivoques. No hay ninguna ciudad a la que ir, nada interesante que queramos ver. Ir hacia adelante: eso es todo lo que haremos.
—¡Empezamos bien!
—¿A qué viene eso?
—Digo cosas para romper el hielo y me sueltas una bordería.
—Conmigo no necesitas romper el hielo. Puedes seguir ahí callado mientras conduzco.
—Te odio un poco porque estás muy guapo cuando te enfadas.
—Desde luego que empezamos bien, sí.
—¿Qué he dicho ahora?
—Sigues hablando para romper el hielo o yo qué sé. Y además, detesto los cumplidos vacíos.
—¿Por qué los guapos siempre os tenéis que quejar cuando os recuerdan que lo sois?
—Perdona. Creo que estamos los dos un poco tensos.
—…
—Tú no necesitas enfadarte para estar guapo, que lo sepas.
—Empezamos bien…
—Antes los viajes empezaban siempre así de bien. Lo que pasa es que ya no nos acordamos.
Atravesamos el desierto negro bordeando unas antiguas vías de tren, apenas visibles entre la arenisca que acumula el viento. En la radio, un cantante que desconozco no para de repetir el mismo estribillo: “Words don’t come easy” y después tú completas cada “to me”. Más allá del parabrisas, una carretera a medio construir se hunde entre los cactus del desierto como una serpiente carbonizada. Su piel brilla bajo la luz de las estrellas. Avanzamos escuchando las campanillas de la canción por esta esplanada infinita. “How can I find a way to make you see I love you?” De vez en cuando unos carteles blancos rompen el paisaje nocturno; tú no te desconcentras de cantar y conducir pero yo sí los sigo para asegurarme de que no aparecen nuestros retratos. Apenas se tienen en pie en la arena y anuncian viviendas para familias sonrientes que sigo hasta que se funden con el infinito. Lejos de tranquilizarme, caigo en la cuenta de que desde ayer no hablamos de ellos. Si nos estarán persiguiendo en uno de sus camiones, si ya estarán cerca y verán las mismas dunas, la misma bruma que nos envuelve a nosotros. Prefiero no pensarlo. Una gota de sudor se desliza por tu mejilla, cerca de tus labios resecos, y te apresuras a lamerla. La canción ha terminado sin que ninguno de los dos se diera cuenta.
Ladrillos pintados de blanco y un balcón también blanco con plantas secas en macetas blancas. La casa no tiene nada de especial. Como mucho, las vistas: las ruinas de un castillo en lo alto de una colina. Pero sospecho que no te detienes aquí por las vistas. Desde el patio frente a la puerta, te oigo subir al segundo piso, remover objetos, tirar algo al suelo. Desearía haberme adelantado hasta aquí para tener preparado lo que buscabas. En vez de eso trazo cruces en la tierra con la punta de mis deportivas gastadas. Te diría que también necesitaremos zapatos nuevos pero me callo porque ya bajas por las escaleras, regresas con tu cara de siempre, y el tupé como recién peinado. Sonríes incluso. A tu espalda se levanta una humareda a la que no prestas atención. Una maceta se resquebraja por el calor del fuego. Regresamos al coche sin respuestas, sin nueva carga, tan vacío tú como la casa ardiendo, el mismo silencio, y arrancas enseguida, deprisa hasta la rotonda a la salida del pueblo abandonado, una ruleta donde elegir destino. Emprendemos el único camino posible. El norte, lejos, adelante, todo recto. Cuando deja de verse el fulgor anaranjado del incendio, tomo conciencia de que jamás volveremos a ninguno de los sitios que visitamos. Tú no despegas el pie del acelerador porque no puede ser que este desierto sea lo último que veamos. Parece que vayamos detrás de esa estrella fugaz que rasga el cielo a lo lejos, pero cuando estalla al otro lado de las montañas nosotros seguimos aquí.
—¿De qué hablabas antes?
—Antes… ¿cuándo? ¿En aquella casa? No había nadie, ya lo has visto.
—Mucho antes, antes de esto. Con los otros.
—Odiaba tener siempre la misma conversación, ¿sabes? Repetir lo mismo que le has dicho al anterior en el mismo orden. Así que si surgía cualquier tema absurdo, a eso me aferraba.
—¿Y daba resultado?
—Qué va. Hablar con alguien, o dejarle hablar, solo servía para certificar lo aburrido que era. Hombres aburridos a la espera de que alguien se riera con sus aburridas historias.
—A ti se te conquista con conversaciones sobre el último libro que has leído. ¿Me equivoco?
—No hace falta que sea el último.
—¡Acabo de acordarme! Seguro que entiendes esta anécdota. Una vez en una cita empecé a hablar de la muerte de mi padre con un chico al que acababa de conocer.
—Vaya…
—Fue hace mucho tiempo. Entonces, cuando se lo conté al chico, ni siquiera acababa de ocurrir. No sé por qué lo hice. Creo que él me habló de cómo había encontrado a un familiar muerto de un infarto a los pies de una escalera. Algo así. Recuerdo que había una escalera. Y yo me abrí, en aquella terraza entre cerveza y cerveza le conté cosas que no le había contado a nadie. Le hablé de las canciones que sonaron en el funeral. Ninguna la había elegido yo. Y sus otros hijos…
—¿Tus hermanos?
—No, sus otros hijos, de otra madre. Ellos lloraban y yo lo sentía como un dolor lejano, como cuando no entras en una película y puedes notar que los actores están interpretando un papel. Se lo conté todo mientras él me miraba alucinado.
—Esa manera que tenemos de abrirnos a un desconocido, ¿no?
—Sí, sobre todo con alguien al que no volveremos a ver.
—Contigo me pasa al revés…
—¡A mí también! Cada vez me apetece contarte más cosas.
—No, me pasa al revés: cuanto más te conozco, menos quiero contarte. Me asusta que llegues a conocerme. Tengo la sensación de que cuanto más sepamos el uno del otro, más nos alejaremos.
Pingback: El vacío que dejan las estrellas (4) | Sombras de neón