El vacío que dejan las estrellas (4)

El parpadeo de la pantalla convierte la habitación del motel en un acuario. Nosotros no buceamos. Cansados de la huida permanecemos quietos sobre la cama incómoda, como si esta fuera el submarino que ha de llevarnos a la próxima misión. Quietos y desnudos, separados por un cojín, las espaldas contra el cabezal de madera, muy atentos al porno del televisor porque en él ocurre lo que nos gustaría. No comento que siempre quise probar esa postura para que no pienses que te estoy proponiendo algo. Observamos el sexo ajeno como quienes veían de pasada la escena de una película en la tele de exposición que no iban a comprar. Solo ahora me doy cuenta de cuánto me duelen los pies, y eso que apenas hemos caminado. Minutos después de colocarme el guante profiláctico hasta el codo, te agarro la polla: tiempo prudencial para que no parezca que mi única intención era esa. Tú haces lo mismo y agitamos las manos en la oscuridad azulada. Como si quisiéramos alimentar unos peces que no existen. Siempre me sorprende la dureza de una polla cuando no es la mía, igual que entristecen más las lágrimas de otros ojos. Gemimos en la penumbra solo una vez. Nuestro olor acre lo inunda todo. En la pantalla tardan algo más en terminar. Ellos tienen todo el tiempo por delante, o han podido escapar del tiempo, son eternos en el vídeo.

—No te imaginas la de veces que había fantaseado con esto.
—¿Viajar con un chico guapo?
—No. También. Que todo acabase. Una guerra, decía mi abuela que tendríamos que pasar para espabilarnos.
Y tenía toda la razón la mujer…
Ahora me acuerdo de aquellos días que deambulaba por los pasillos del súper, entre estanterías llenas de comida, un domingo a mediodía, y no me decidía por nada, no veía nada que me apeteciera, nada que supiera cocinar.
—No podemos quejarnos. Las estanterías están vacías pero nos iremos apañando, ¿no? Tu abuela estaría orgullosa.
—¿Y qué opinaría de lo que acabamos de hacer?
—Desearía haberlo hecho como hacían los humanos.

Juntamos los labios y el gesto escuece. Al principio solo eso, un leve escozor que va en aumento como lo haría el deseo. Cuando llegan las llamas, nos separamos deprisa y un último hilo de saliva las apaga a tiempo. Después nos quedamos inmóviles, recuperándonos de la pequeña batalla. A esta distancia prudencial tus dos ojos marrones se transforman en uno solo gigantesco. Es todo lo que distingo: aquí no veo tus labios aunque acabe de besarte, no veo tu nariz mientras el vaivén de tu respiración golpea la mía, no veo nada que no sea ese único ojo con el que me miras. Me pregunto si tú verás lo mismo. Si no somos más que dos espejos encima de un colchón. Dos cíclopes que se ven hermosos. Por mucho que juguemos a llegar más lejos de lo que nunca nadie llegó antes, siempre nos quedamos a un paso. Adormilado, sueño con haber encontrado un hogar para nosotros en este motel cutre hasta el que te he seguido. Pero en cuanto desaparece el sol tenemos que ponernos en marcha otra vez. Nos vestimos con la misma ropa y bajamos trotando las escaleras metálicas por las que nunca volveremos a subir. Ahora no podemos parar, dices mientras buscas otro coche en el aparcamiento medio vacío. Desayunamos una pastilla azul para recuperar la energía que no encontramos. Durante un segundo, su tacto suave en mi lengua se parece al de tu beso antes.

Siguiente capítulo…

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