A bordo del coche aprendemos enseguida a respetar el espacio del otro, a respetarlo incluso con las sacudidas que van llegando. Sin darnos cuenta nos habituamos a los volúmenes del vehículo para evitar tocarnos. El freno de mano, una Coca-Cola olvidada, la distancia entre los dos asientos: tomamos conciencia de los obstáculos que nos separan. Reprimo el instinto de rozar tu pierna, tu mano o tu barba. No puedo convertir la búsqueda en accidente. Tú conduces como lo haría un mago, igual de fácil que has comprobado los bajos del coche o abierto la puerta, sin que parezca que te esfuerzas, la mirada tan fija en toda esa negrura infinita que logras convencerme de que algo acabará apareciendo. Cuando cambias de marcha para tomar una pequeña pendiente, fantaseo con que tus dedos se escaparán hasta mi rodilla. En vez de eso, regresan siempre al volante. Es más seguro así, lo acepto. Tiene que ser así. Debo conformarme con contemplarte desde aquí mientras tú no me miras. Al menos sé que no eres una estatua porque si te hablo mueves los labios.
—¿Dejaste una carta? De despedida, quiero decir.
—Qué va. Debería haberlo hecho, ¿no?
—Estaba pensando que pareces el típico que lo haría. Una carta de venganza, detallando tus razones para cargar contra el mundo.
—Voy a dar la vuelta, que tengo unas cuantas páginas que llenar. Es broma, es broma.
—¿En serio no se te pasó por la cabeza? El último gesto de valentía antes de quitarte de en medio, ya sabes, algo así.
—No soy muy valiente, por lo que dicen. Ya lo irás descubriendo.
—Bueno, yo tampoco escribí nada, no te creas, porque no hubiera sabido por dónde empezar, contra quién cargar primero. Pero mejor así, creo: tardarán más en darse cuenta de que ya no estamos. Tú por si acaso no frenes.
—No iba a hacerlo, ¿eh? De otra cosa no, pero de eso puedes estar seguro. Huiremos hasta que ya no podamos hacerlo.
Pingback: El vacío que dejan las estrellas (1) | Sombras de neón