Historia de tres ciudades: construyendo los escenarios de mi novela

Nuestras ciudades son más que una sucesión de postales. Siempre me han molestado esas historias donde el escenario solo es una excusa que está de adorno, como por ejemplo Vicky Cristina Barcelona y su sucesión de escenarios sin ton ni son, como si a Woody Allen le hubieran pasado un listado de las cosas que tenían que salir por contrato. Y en cambio, adoro cuando la ciudad pasa a ser otro personaje: en Midnight in Paris la magia se puede tocar. Muchas de mis novelas favoritas son un homenaje a una ciudad: El día que murió Marilyn, por ejemplo, donde Terenci inmortaliza la Barcelona y el Sitges de su infancia, tan parecidos a los míos que me sentí parte del libro.

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Algo así quería hacer yo en El mar llegaba hasta aquí. Retrataría Madrid, Barcelona y Granada. Ya se sabe, las ambiciones del escritor primerizo. Resulta que las postales son más fáciles de escribir. Llevar a tus personajes a un sitio muy famoso, parar la acción, describir las vistas con palabras bonitas y que el lector diga: «Oh sí, esto es Granada, sale la Alhambra!».

«Un pedazo de Alhambra, mejor dicho. Era todo lo que podía ver: media torre de piedra y parte de la muralla ocre. La fortaleza asomaba entre todas esas casas blancas que el chubasco teñía de gris. Atrezzo demasiado obvio, igual que la Torre Eiffel en todas las películas que pasaban en París, como si París no fuera más que esa mole metálica emergiendo entre los edificios.»

Esto es casi lo primero que escribí. Y confieso que me gusta, por eso lo mantuve desde el borrador hasta la novela final. Pero quería más que eso, más que la Granada turística del Mirador de San Nicolás y el Albaicín. Algo muy difícil de conseguir. Sigo creyendo que no le he hecho justicia a una ciudad que me gusta tanto. En la que fui tan feliz. Durante tres años y medio escarbé en cada recuerdo, barajé mil rincones y los descarté casi todos. En los primeros manuscritos, los escenarios parecían los decorados de una función infantil: significativos para mí, pero forzados para los personajes y aún más para el lector. Solo tras mucha reescritura, y cuando la parte de Granada pasó de 5 capítulos a ocupar solo 3, me sentí más cerca de lograrlo. Este párrafo del tercer capítulo es el último que escribí de toda la novela:

«Cruzamos un puente. Junto a Adán, ya no estaban rotos, llevaban a alguna parte. Giramos antes de lo que esperaba, nos besamos contra un portón árabe, con las manos entrelazadas subimos por una callejuela empinada. Nuestras caras iban y venían al antojo de las farolas.»

Le tengo mucho cariño. Es sencillo, pero ahí sí siento que he capturado cuatro imágenes de Granada (los puentes, el portón, la callejuela, las farolas) que no son solo una postal o una descripción tirando de adjetivos. Leo y Adán están enamorándose en Granada y la ciudad se pone de su parte.

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Eso había intentado desde el principio. También con Madrid y Barcelona: buscar esos pequeños detalles en los que, con suerte, el lector pueda verse reflejado. Las tonterías en las que alguna vez nos hemos fijado aunque luego no las subamos a Instagram. Barcelona también es una baldosa hidráulica, Madrid una azotea verde entre los edificios del centro. Y para el protagonista son decisivos, forman parte de su aprendizaje.

Sé que habrá estampas que se me ocurrirán tarde: ¿cómo no pude meter esa esquina, la mesa coja de aquel bar? Con todo, deseo haber encontrado el equilibrio entre postales e intimidad. Ojalá penséis lo mismo: es una de las cosas que más ganas tengo de que me comenten. El reflejo de mis ciudades. Por cierto: en la historia aparece un escenario más, y muy importante. Pero os dejo que leáis el libro para llegar hasta él.

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