La vida se te escapa. Dicen que Boyhood dura dos horas y media, pero no es verdad, dura doce años enteros. Y durante todo ese tiempo envejeces tú frente a la pantalla, igual que sus actores. Más que darte cuenta de cómo pasaron los días sin remedio, lo sientes a un nivel físico, concentrado, punzante. Lo más extraño es que sea una sensación tan agradable. Como contemplar aquel río que nunca pudiste atrapar.
Richard Linklater continúa sorprendiéndome. Su trilogía Antes del amanecer me ha fascinado durante media vida: cada 9 años permite ver la evolución de una pareja, del enamoramiento inicial a los inevitables claroscuros. Ahora con Boyhood da un paso más allá. Si el cine captura la vida, no puede haber mejor película que esta.
Y sin embargo, lo que podría sonar como un proyecto pretencioso, es todo lo contrario. Humilde, pequeño. No necesita grandes aspavientos ni recrearse en ciertas emociones. Busca la naturalidad, lo cotidiano. Esas pequeñas cosas que hacen que el día a día merezca la pena. Nadie te entenderá cuando evoques aquella tarde en la bolera, sin vallas, o aquel beso que no fue el primero, sino uno de tantos, pero un beso especial para ti, el más significativo. La película es una acumulación de todos esos momentos sin importancia que definen una vida, tu vida. Sí, por una vez han acertado con el subtítulo español.
¡Ah! Pero cuando piensas que todo iba a terminar, la película sigue: así es la vida, también: un montón de recuerdos que quedan atrás, diluidos aunque de vez en cuando un olor te los devuelva, y otros que aún no han llegado, finales que cada vez duelen un poquito menos porque por mucho que pase el tiempo, tú seguirás viviendo ahora. Abriendo puertas ahora, conduciendo ahora por una carretera que se despliega, mirando a cámara ahora. Y en cada paso que des, cada paso previo al siguiente, tendrás las riendas. Cuánto has crecido, cuánto has cambiado, y todo sigue sintiéndose nuevo.