5 years time

A veces tengo miedo. ¿Qué va ser de mí si nada cambia o, peor aún, si llegan cambios y no puedo controlarlos? Intento adelantarme al movimiento y estar preparado. Hasta que recuerdo que las mejores cosas me sucedieron cuando ni siquiera concebía que pudieran ocurrirme.

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Hace 4 años, esperaba en el aeropuerto de Montreal a que llegara mi avión hacia Chicago. Una de esas escalas eternas de los billetes baratos. Intentaba leer mientras los demás pasajeros atrapados estaban pendientes de la final del Mundial: la que ganó España contra un equipo que no recuerdo. Ingenuo de mí, llegué a pensar que el partido me pillaría en pleno vuelo; estaría en uno de los únicos puntos del planeta donde no existiría el fútbol. En vez de eso, me encontré con cientos de pantallas repartidas por toda la terminal. Y por un día, a todos les iba la vida en aquel balón. El césped verde con manchas rojas en los televisores y los discos de Céline Dion que abarrotaban el duty free son lo que más recuerdo de aquella breve estancia en Canadá.

Mi corazón pensaba en Chicago. En mi novio de entonces, de prácticas allí, al que hacía dos semanas que no veía. Nunca habíamos estado tanto tiempo separados. Sí, entonces aún creía en un amor para toda la vida. Recién afeitadito, no sabía la que se me venía encima. No sabía, por ejemplo, que los rascacielos de Chicago llegarían a gustarme tanto o más que los de Nueva York. O que Japón pasaría a ocupar una parte importante de mi día a día en apenas tres meses. No sabía que me independizaría dos veces en medio año. Que reencontraría amigos y conocería a otros nuevos. O que pronto terminaría de escribir, por fin, mi primera novela, y no sería ninguno de los manuscritos que guardaba en mi viejo ordenador. Por no saber, no sabía qué era un tablet.

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En aquel aeropuerto extraño en el que estaba de paso, yo solo era un chico de 28 años tan inocente como a los 21. No creía en los cambios sino en la continuidad. Pienso en él y en cómo sobrevivió a todo lo que se le avecinaba. Sé que no le fue tan mal. Quizá lo que le salvó fue, precisamente, su ignorancia. Ni siquiera pensó en ahogarse. Tuvo que maniobrar y maniobró. Ahora, como entonces, no harían falta cuatro o cinco años para que las cosas fueran muy distintas. Podría ocurrir en un segundo. Bastaría con una palabra. Así que me digo, por si acaso: ¡tranquilo!, todo está a punto de cambiar.

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