Amanece en Edimburgo

Tenía mis dudas. Mis más y mis menos, debatiéndome entre lo cursi de un pedida de mano y lo abrupto de fugarse al extranjero. Un cambio de vida por las buenas o por las malas. Gritando o cantando. Sobre todo cantando, que es lo que hacen ellos. Cantar para todo. Para volver de la guerra, para declararse, para pedir perdón.

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Sí, tenía mis dudas. Y entonces llegó el último número, un apoteósico 500 Miles de The Proclaimers. Y lo entendí. Algo hizo clic, otra vez. A las puertas del final, la película me arrastró con ella. Porque siempre es al final cuando lo ves claro. Prístino como una foto fechada 24 años atrás o el diamante de un anillo que nadie quiso. Ese amanecer, ese primer amanecer después de la última noche, siempre es el mejor. Allá donde estés. Allá donde la vida te haya llevado.

Y cantas. O sientes ganas de cantar. En las películas parece tan fácil: unos componen para ti la canción exacta, otros orquestran una coreografía con decenas de extras: bailes en una fiesta, una flashmob en la calle. Lo que haga falta. En la vida real, en cambio, tienes que apañártelas como puedes, cantar verso a verso, torpe, buscando algunas palabras a la vez que enlazas movimientos en una dirección que desconoces.

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¿Y qué nos quedará cuando haya salido el sol? Cuando el astro esté en el punto álgido y ya lo hayamos cantado y dicho absolutamente todo. ¿Nos sobrepondremos a las sorpresas? ¿Seguiremos buscando para que las dudas no nos reconcoman dentro de unos años? ¿Correremos lo que haga falta? Si lo supiéramos, si siempre tuviéramos a mano la respuesta adecuada, entonces no harían falta estas películas. Benditas películas, alegres musicales.

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