Step by step, brick by brick

Como en la canción, me apetecía montar algo. Pieza a pieza. Sentir el placer único que produce el acto de montar. Aunque tengas que seguir las instrucciones paso a paso, sientes que estás creando algo. Que eres capaz. Es la misma emoción que acariciabas de niño cada mañana de Navidad, cuando gracias a tus manos cobraban vida los castillos de Lego. Ya no estaban en un anuncio, ahora se desplegaban en el suelo del comedor. Olvidabas incluso que no te hubieran regalado el castillo más grande sino el mediano: daba igual, lo estabas creando y era tuyo.

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Así que para mi cumpleaños, pedí un Nanoblock. Una especie de Lego japonés con las piezas pequeñas. Un Lego de adultos, si eso es posible. Al fin y al cabo, perseguía sentirme como un niño. Me encapriché del modelo de la Torre de Tokio, uno de esos lugares que no tuve tiempo de pisar en mi primer viaje a Japón. Pero no pedí la versión reducida, quería la caja completa, la de 1100 piezas. Y la obtuve.

Ya en casa, casi me arrepiento. Sabía que las piezas serían pequeñas, pero no tanto. Diminutas, casi microscópicas. Y había muchas. 1100, ya lo he dicho. Distribuidas en decenas de bolsitas de plástico. Rasgada la primera bolsa, ya no hubo vuelta atrás. Tendría que montarlo. Abrí el manual y empecé. Con la base me animé: era fácil, bastaba con contar casillas. Fueron las patas de la torre las que complicaron el proceso. Apenas tenían estabilidad. Se soltaban al menor golpe, incluso al apoyarlas en el suelo. Tuve que ir con mucho cuidado. Repetir los mismo pasos hasta tener ganas de abandonar. Incluso de llorar. Sí, llegué a pensar que nunca la completaría. Siempre tendría una torre coja. Ya me inventaría la manera de que no se notara. Esto es crecer: que lo antes sencillo ahora cueste, que las diversiones se conviertan en retos. Solo sudan los adultos.

Continué con el resto de pasos, el cuerpo de la torre, el mirador, la antena. Piezas cada vez más pequeñas, pero ya estaba en racha, mis dedos clavaban piezas casi sin pensarlo, como si nunca hubieran hecho otra cosa. Subían los pisos, pasaban las páginas, se disparaba la adrenalina ante la cercanía del final. Un poco de nostalgia, también. Llegó el momento cumbre: el ensamblaje. Unir las distintas partes. Tras varios intentos, lo logré.  La coloqué sobre mi escritorio. No podía creerlo. Ahí estaba: alta, muy alta, casi dos palmos. Y ahí sigue, recordándome que pronto tendré que volver a Tokio para verla en persona. Hasta entonces, me consolará porque, aunque se trate de una réplica, la han armado mis manos.

 

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