
Cuando me pongo a escribir un nuevo libro, no puedo hacerlo sin un título. Se sentiría antinatural empezar a llenar páginas y páginas sin saber por qué nombre llamarlas aunque sea de manera provisional. Me pasa incluso con los textos de la web: primero tengo que encontrar el título, después llega el resto.
El mar llegaba hasta aquí, por ejemplo, empezó titulándose Adán y los últimos vampiros. No fue hasta que ya tenía el manuscrito algo avanzado y la atmósfera de la novela más clara, la idea madura, cuando llegó a mí un haiku de Hosai que me dio el título: «Antaño el mar / llegaba hasta aquí», dijo / y echó leña al fuego». Lo leí por casualidad y de repente sentí que ahí esperaba escondido el título de mi primera novela. El haiku no tenía nada que ver con ella y a la vez esa frase lo contenía todo.
La mayoría de títulos me han llegado así, por casualidad pero justo cuando los necesitaba. Y siempre me ayudaron a acabar de dar forma al proyecto. Con su título definitivo, las escenas más importantes de El mar llegaba hasta aquí crecieron alrededor del agua: mar, lluvia, peces. La noche nos alumbrará llegó en el último momento, cuando tenía que encargar la portada y le comentaba a un amigo la dificultad de encontrar un título preciso. En aquella época escuchaba a menudo La era punk de Algora, me la sabía de memoria, pero esa noche unos versos de los coros finales saltaron con fuerza: «La música nos salvará, la noche nos alumbrará». Ahí estaba mi título.
Confieso que dar con un título para mi segunda novela fue muchísimo más complicado. Para el resto de libros, el título definitivo llegó para quedarse. Con este, en cambio, cada nuevo título seguía sintiéndolo provisional. El primero fue Baile de máscaras, porque en un primer momento tenía la ambición de que los personajes se comportaran distinto en cada escena. De esa idea primigenia solo queda un residuo en una escena del libro. Después llegó Lo que ya no importa: cuando decidí que en sus conversaciones los personajes jamás hablarían del pasado que dejaban atrás, pero pronto me di cuenta de que costaba construirles una personalidad sin contar lo que habían vivido antes.
Entonces fue el turno de Nunca seremos inocentes. Ese título se mantuvo durante varios años. Me gustaba su contundencia, se sentía importante, pero poco a poco fue volviéndose extraño a medida que la historia tomaba nuevos rumbos, más optimistas. Al final el título se sentía lo opuesto a lo que quería comunicar con esta obra. No me gustaba algo tan categórico para un libro que pretendía poético y esperanzador. Y ahí llegó El hueco que dejan las estrellas, sacado de una de las escenas para mí más bonitas y significativas de todo el libro.
Lo primero que hago antes de aferrarme a un título es comprobar que no existe ya otro libro que se llame así. Me pasó con Hanakotoba: quería llamarlo Komorebi, mi palabra favorita del libro, pero un amigo había publicado un libro con ese mismo título, sí que tuve que buscar algo más representativo que personal. Hice la búsqueda y lo más parecido era El hueco que deja el diablo de Alexander Kluge. Muy parecido pero no igual, pensé ilusionado. No me gustaba la similitud pero seguí adelante con ese título, cada vez más enamorado de él, hasta que ocurrió el desastre: en el boletín de novedades de mi librería apareció un nuevo libro titulado El hueco de las estrellas. Por suerte, la sinopsis de la novela de Joe Willkins no tenía nada que ver con mi historia, pero el título sí era demasiado parecido y entonces supe que tenía que cambiarlo.
Durante días estuve triste porque me había enamorado de ese título y no quería desprenderme de él. Busqué en libros de haikus y de poesía, escuché canciones de todo tipo, pero los títulos que sonaban bien en inglés no quedaban bien en castellano. Mis viejos trucos ya no servían. Algunos amigos, por consolarme, me dijeron que tampoco eran tan iguales, que lo mantuviera. Finalmente, opté por una solución intermedia, buscar un sinónimo para la palabra conflictiva: en vez de hueco, vacío. El vacío que dejan las estrellas. Además de simbolizar la relación y el viaje de mis dos personajes, el nuevo título también parecía contener todos los anteriores. Y lo sentí poético y sereno, capaz de construir esperanza donde no la había, justo lo que deseaba transmitir al lector.
Junto con la portada, los títulos de los libros son su carta de presentación. Y supongo que pasa como con las personas: algunas las conocemos enseguida, casi desde el primer día, y en cambio otras solo logramos conocerlas después de muchos años, a base de compartir vivencias hasta que un día, en lo alto de una azotea o tomando una paella improvisada, por fin te alegras de tenerlas en tu vida.
Ya puedes comprar la versión digital de El vacío que dejan las estrellas, disponible para Kindle, móviles, tablets, iPhone e iPad. ¡Ojalá te guste!