Crush

Mientras te duchabas, descubrí mi bote de desodorante sobre tu escritorio. En realidad allí nada era nuestro: yo era un simple invitado de paso en aquella habitación de hotel, pero aquel frasco familiar de etiqueta azul me hizo sentir en casa. Te lo aplicaste despreocupado, primero un sobaco, después el otro, como debías de hacer cada mañana, ajeno a mis pensamientos. Presencié cada paso del proceso desde la cama a la que ya no regresaste. Después llegó mi turno de ducharme y antes de vestirme te pedí el desodorante porque yo no tenía, comentando de pasada que era el mismo que usaba. Reíste sin darle mayor importancia a la casualidad. Todo duró menos de media hora pero todavía lo recuerdo cada mañana al salir de la ducha y ver tu bote de desodorante en el estante de mi baño.

Fotografía: Théo Gosselin.
Banda sonora: Day Wave.

Diario de creación 6: La aventura de encontrar un título

Cuando me pongo a escribir un nuevo libro, no puedo hacerlo sin un título. Se sentiría antinatural empezar a llenar páginas y páginas sin saber por qué nombre llamarlas aunque sea de manera provisional. Me pasa incluso con los textos de la web: primero tengo que encontrar el título, después llega el resto.

El mar llegaba hasta aquí, por ejemplo, empezó titulándose Adán y los últimos vampiros. No fue hasta que ya tenía el manuscrito algo avanzado y la atmósfera de la novela más clara, la idea madura, cuando llegó a mí un haiku de Hosai que me dio el título: «Antaño el mar / llegaba hasta aquí», dijo / y echó leña al fuego».  Lo leí por casualidad y de repente sentí que ahí esperaba escondido el título de mi primera novela. El haiku no tenía nada que ver con ella y a la vez esa frase lo contenía todo.

La mayoría de títulos me han llegado así, por casualidad pero justo cuando los necesitaba. Y siempre me ayudaron a acabar de dar forma al proyecto. Con su título definitivo, las escenas más importantes de El mar llegaba hasta aquí crecieron alrededor del agua: mar, lluvia, peces. La noche nos alumbrará llegó en el último momento, cuando tenía que encargar la portada y le comentaba a un amigo la dificultad de encontrar un título preciso. En aquella época escuchaba a menudo La era punk de Algora, me la sabía de memoria, pero esa noche unos versos de los coros finales saltaron con fuerza: «La música nos salvará, la noche nos alumbrará». Ahí estaba mi título.

Confieso que dar con un título para mi segunda novela fue muchísimo más complicado. Para el resto de libros, el título definitivo llegó para quedarse. Con este, en cambio, cada nuevo título seguía sintiéndolo provisional. El primero fue Baile de máscaras, porque en un primer momento tenía la ambición de que los personajes se comportaran distinto en cada escena. De esa idea primigenia solo queda un residuo en una escena del libro. Después llegó Lo que ya no importa: cuando decidí que en sus conversaciones los personajes jamás hablarían del pasado que dejaban atrás, pero pronto me di cuenta de que costaba construirles una personalidad sin contar lo que habían vivido antes.

Entonces fue el turno de Nunca seremos inocentes. Ese título se mantuvo durante varios años. Me gustaba su contundencia, se sentía importante, pero poco a poco fue volviéndose extraño a medida que la historia tomaba nuevos rumbos, más optimistas. Al final el título se sentía lo opuesto a lo que quería comunicar con esta obra. No me gustaba algo tan categórico para un libro que pretendía poético y esperanzador. Y ahí llegó El hueco que dejan las estrellas, sacado de una de las escenas para mí más bonitas y significativas de todo el libro.

Lo primero que hago antes de aferrarme a un título es comprobar que no existe ya otro libro que se llame así. Me pasó con Hanakotoba: quería llamarlo Komorebi, mi palabra favorita del libro, pero un amigo había publicado un libro con ese mismo título, sí que tuve que buscar algo más representativo que personal. Hice la búsqueda y lo más parecido era El hueco que deja el diablo de Alexander Kluge. Muy parecido pero no igual, pensé ilusionado. No me gustaba la similitud pero seguí adelante con ese título, cada vez más enamorado de él, hasta que ocurrió el desastre: en el boletín de novedades de mi librería apareció un nuevo libro titulado El hueco de las estrellas. Por suerte, la sinopsis de la novela de Joe Willkins no tenía nada que ver con mi historia, pero el título sí era demasiado parecido y entonces supe que tenía que cambiarlo.

Durante días estuve triste porque me había enamorado de ese título y no quería desprenderme de él. Busqué en libros de haikus y de poesía, escuché canciones de todo tipo, pero los títulos que sonaban bien en inglés no quedaban bien en castellano. Mis viejos trucos ya no servían. Algunos amigos, por consolarme, me dijeron que tampoco eran tan iguales, que lo mantuviera. Finalmente, opté por una solución intermedia, buscar un sinónimo para la palabra conflictiva: en vez de hueco, vacío. El vacío que dejan las estrellas. Además de simbolizar la relación y el viaje de mis dos personajes, el nuevo título también parecía contener todos los anteriores. Y lo sentí poético y sereno, capaz de construir esperanza donde no la había, justo lo que deseaba transmitir al lector.

Junto con la portada, los títulos de los libros son su carta de presentación. Y supongo que pasa como con las personas: algunas las conocemos enseguida, casi desde el primer día, y en cambio otras solo logramos conocerlas después de muchos años, a base de compartir vivencias hasta que un día, en lo alto de una azotea o tomando una paella improvisada, por fin te alegras de tenerlas en tu vida.

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Todos mis Sant Jordis son raros

El de ayer fue un Sant Jordi raro: por primera vez en muchos años no trabajé a destajo en mi librería, pero también por primera vez en muchos años alguien me regaló un libro en este día. Y es que si lo pienso bien, todos mis Sant Jordis siempre han sido raros.

Recuerdo un Sant Jordi en el instituto de Sitges, aterrorizado porque un relato mío había ganado un premio en los Jocs Florals, certamen literario que los centros de estudios organizan por esas fechas para fomentar la cultura. Estaba aterrorizado, sí, porque haberlo ganado implicaba tener que subir al estrado y leer mi cuento en público, delante de todos los compañeros, varios de los cuales me hacían bullying, aunque todavía no lo llamábamos así, simplemente ocurría. Lo que no recuerdo es cómo resolví la situación: tengo la imagen de subir la cuesta hacia el instituto, todavía ahora siento la opresión en el pecho, debajo del corazón, puedo ver el estrado y el micrófono preparados en el patio, al otro lado de la valla, pero no sé qué pasó después.

Recuerdo el Sant Jordi anterior o posterior a ese: sé que fue el de 1997 porque justo hacía una semana que había muerto mi abuela Fernanda y a mí me daba apuro comprarme un libro ese día. Mi madre me animó a hacerlo en homenaje a ella, que era la que me compraba muchos libros cuando bajábamos a Barcelona, siempre vistitábamos el Happy Books de camino al cine o recorríamos todos los puestos de libros de Paseo de Gracia cuando había alguna feria y siempre me compraba el libro que yo le pedía. Así que hice caso a mi madre y en homenaje a mi abuela aquel año también me compré un libro, la novela de Nissaga de poder, recién publicada, porque en aquella época mi máxima aspiración era acabar escribiendo una historia que atrapara tanto como aquellos culebrones de la tele.

Recuerdo el primer Sant Jordi que tuve novio porque no le gustaba leer y, claro, qué le regalas a un novio que no lee. A él le pasaba al revés: qué le regalas a alguien como yo que lee tanto que ya lo tiene todo. Recuerdo los Sant Jordis siguientes, cuando los dos afinamos el gusto del otro. Recuerdo varios años después el primer Sant Jordi sin pareja, cuando fui a comprarme un libro solo para mí. Recuerdo cada Sant Jordi con y sin pareja que hubo después: cada libro que le regalé al chico que me gustaba cuando ese día era un termómetro de la relación o de la ausencia de ella.

Recuerdo el primer Sant Jordi en cada librería que hemos tenido, los nervios de todas las semanas previas desembocando en ese día: no saber si has acertado con la selección de títulos, si los clientes responderán, si sabrás recomendar a todo lo que te pregunten, si lloverá y toda la ilusión se irá con la lluvia, pero al final todo sale bien de una manera u otra y comentamos lo bonito que ha sido y damos las gracias.

Recuerdo el Sant Jordi de 2014 que dejé un ejemplar de La noche nos alumbrará, mi primer libro, sobre la mesa de novedades de la librería, y una chica sin saber que era mío lo eligió para regalar a su pareja. Recuerdo también con cariño el Sant Jordi del año pasado, mi primer Día del Libro firmando libros, que tantas personas vinieron a la librería para que les firmara Hanakotoba: había salido el día antes y amigos, clientes y desconocidos lo elegían para regalar o autorregalar. Fui muy feliz sin dejar de firmar ejemplares mientras el día continuaba con su ajetreo habitual.

Y sí, el Sant Jordi de ayer fue muy raro porque todos lo pasamos en casa, porque no estuvo precedido de semanas haciendo pedidos, abriendo cajas ni poniendo etiquetas con descuento, porque no tuve que madrugar, porque por una vez pude comer bien y a una hora decente, porque la gente lo felicitaba más que nunca, porque dejaron rosas en los asientos del transporte público en homenaje a quienes no estábamos ahí. También porque un amigo fue tan atento de enviarnos un libro a sus amistades más cercanas. Y porque después de 11 años escribiéndola y puliéndola por fin publiqué el ebook de mi segunda novela, El vacío que dejan las estrellas.

No sé cómo será el 23 de abril del próximo año, deseo que las calles de nuestras ciudades vuelvan a llenarse de lectores, autores, rosas y libros, pero incluso ahora sé que será un día raro en el calendario, como todos mis demás Sant Jordis.

Diario de creación 5: Revisar es borrar para mejorar

Théo Gosselin

En alguna parte leí que todas las frases que borras durante la revisión de un texto, continúan notándose en él y mejorando las que sí dejas. Como fantasmas que en vez de asustar al lector le susurran cosas que él mismo desconoce, pero siente. Fue uno de los mejores consejos que he leído.

Antes, hace ya muchos años, pensaba que la clave de revisar un manuscrito era añadir todas las ideas que me dejaba en el tintero. Acababa con monstruos de Frankenstein kilométricos y aburridos. El borrador de El mar llegaba hasta aquí llegó a sumar 130.000 palabras y todos los primeros lectores coincidieron en que algunos tramos se hacían algo largos. Ahí me atreví a la locura de condensar algunos capítulos y eliminar escenas enteras: comprobé que aquel consejo que había leído tenía razón. Sin algunas partes, de repente las que sí mantenía ganaban fuerza, cada frase cobraba mayor importancia. El texto final quedó en unas 80.000 palabras, casi 300 páginas impresas. Hoy en día, creo que me atrevería a una versión más escueta de la misma historia, pero así salió entonces porque así escribía el Alex de entonces.

Para el siguiente proyecto, me propuse lograr una novela breve, como las que me gusta llevarme a la playa en verano. Libros que te puedes leer del tirón, de una sola sentada, cortos pero impactantes porque durante unas pocas horas solo existen ellos y tú dentro, sin hacer otra cosa que interrumpa lo que sucede entre sus páginas. Además, escribir El mar llegaba hasta aquí me había dejado exhausto y creía que una novela breve sería más sencilla. Error.

En primer lugar tuve que enfrentarme a dos primeros manuscritos de El vacío que dejan las estrellas: uno de 45.000 palabras y otro de 60.000, con notables diferencias entre ambos, distintos desarrollos, algunas escenas complementarias, otras que ofrecían variaciones de un mismo hecho… Logré condensarlos en un borrador intermedio de unas 50.000 palabras. Pero cuando decidí cambiar el punto de vista e insuflar un tono más optimista a esta distopía, tuve que volver a empezar. El último borrador quedó en unas 30.000 palabras. Me pareció demasiado corto, pero pensé que si lo necesitaba siempre podría rescatar escenas de la anterior versión que tenía en el cajón.

Diez años después, todavía me daba miedo eliminar. Quizás será algo que me pase siempre: el primer instinto nos dice que hay que añadir palabras, no restarlas. A medida que fui ordenando y revisando el último borrador, me sentí tan cómodo con la historia, que probé a eliminar algunas escenas que aletargaban el ritmo de la historia. Así la huida de mis personajes mejoraba. Dejando solo las escenas imprescindibles, la narración se convertía en una especie de flashes rápidos y casi autoconclusivos que casaba muy bien con la urgencia que buscaba, con los capítulos cortos y los diálogos insertados entre ellos.

Para no caer en tentaciones, borré el anterior borrador del ordenador. Trabajé solo con el último manuscrito pasado a limpio, salvando siempre, eso sí, las escenas que no iba incluyendo por si finalmente las tenía que incluir. Durante los primeros 30 días de confinamiento, ordené y revisé escenas, procurando hacerlas lo más breves e intensas posibles. Confiaba en el poder de los haikus, que ahora son mi tipo de poesía favorita porque en apenas 17 sílabas consiguen condensar todo un universo y transmitir mucho más que otros poemas llenos de florituras.

Así que podé, corté, resumí, sinteticé… Dejé solo lo imprescindible, las escenas que necesitaba para contar esta historia y ninguna más. Cuando llegué al final del trayecto previsto, me di cuenta de que después de la palabra FIN aún sobraban muchas palabras, todavía esperando por si me decidía a incluirlas, pero no tuve miedo de eliminarlas. Mis personajes habían llegado adonde yo quería. La versión definitiva quedó en 20.000 palabras. Serán unas 120 páginas cuando lo imprima. Justo la extensión de los libros que más me gustan.

Ahora, cuando releo partes de mi nueva novela, puedo sentir todavía el peso de las frases que ya no están. Suena extraño pero creo que, sí, es cierto, su ausencia enriquece a las frases que siguen aquí. Quizás de eso trataba el título, de este aprendizaje. Cuando pierdes el miedo a desprenderte de algo porque ya tienes todo lo que necesitas.

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Diario de creación 4: El reto de escribir diálogos

Théo Gosselin

Durante años evité incluir diálogos en mis textos en la medida de lo posible. Admiro a los escritores capaces de escribirlos bien y adoro las películas donde los personajes hablan y hablan porque me parece complicado conseguir que suenen creíbles. Es en los diálogos donde el autor acaba delatando su voz: si no vas con cuidado, acaban expresándose con tus palabras, diciendo lo que tú dirías y no lo que de verdad opinan.

Los buenos diálogos deberían servir para que el lector conozca a los personajes de primera mano, sin aparente intervención del escritor como ocurre en el resto del libro. Lógicamente se trata de un artificio, pero tiene que ser creíble. Nada peor que unos diálogos poco naturales donde todo el mundo acaba hablando de la misma manera.  Era lo que me ocurría a mí, así que la primera solución fue no incluirlos: apostar por las descripciones y los pensamientos.

Pero es complicado hacer avanzar una historia sin que los personajes hablen. Así que para El mar llegaba hasta aquí empecé a trabajar en los diálogos, atento a cómo lo hacían los autores y guionistas de las historias que me gustaban. Un profesor de guion nos contó que lo importante es que cada personaje se exprese acorde a su personalidad, de manera que incluso sin acotaciones se pueda saber quién dice qué y en qué tono. De hecho habría que librarse de las acotaciones, nos decía. Y también imaginar una voz distinta para cada personaje, de manera que al escribir sus frases la oyéramos y eso nos facilitara darle su personalidad.

Cogí tanta confianza a medida que lograba diferenciar las voces de mis personajes que hasta me planteé un reto: un capítulo que consistiera en diálogo en su mayor parte. Esa escena con Leo y su amigo hablando de todo y de nada mientras salen de fiesta fue uno de los más divertidos de escribir. Tanto lo disfruté que me propuse un reto para la siguiente novela: incluir muchas escenas de diálogos, sin acotaciones ni descripciones.

Pensé que si tanto me gusta la trilogía de Antes del amanecer donde Jesse y Celine apenas hacen nada que no se hablar, o si tanto me enamoró una larguísima escena del libro After Dark de Murakami donde dos desconocidos se encuentran en un bar e intiman más que con nadie antes a base de desnudarse palabra a palabra, entonces yo tenía que intentar escribir conversaciones también, no estaba bien rehuirlas.

Así, El vacío que dejan las estrellas pasó de no tener diálogos en su primer borrador a que casi la mitad de las escenas sean habladas en la versión definitiva. Tenía sentido en una historia donde los personajes no pueden tocarse pero luchan por conocerse el uno al otro. Por supuesto, este aspecto tuve que pulirlo y de hecho es una de las cosas que más trabajé en cada revisión. Recordé los trucos de mi profesor, llegué a escuchar las voces de mis personajes, y cuando lo hacía sus frases fluían, cada uno expresándose con su cadencia. Uno muy preguntón y entusiasta, el otro más escueto e irónico.

Mientras corregía, me fijé especialmente en palabras y expresiones que se repetían a lo largo de sus conversaciones para que solo las usara uno de ellos y así distinguirlos. Procuré borrarme a mí mismo de sus diálogos, reconocer frases que yo diría pero no ellos y eliminarlas para que durante esos momentos de intimidad solo estén ellos dos comunicándose y el lector escuchando. Confío en haberlo conseguido.

Sé que todavía me falta mucho para conseguir que mis personajes hablen como en las historias que me gustan, pero al menos ahora me atrevo a escucharles.

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