Al principio procuré que mis pies no coincidieran con las pisadas en la arena. No sé si fue instinto o superstición. Había algo raro en aquello de andar el mismo camino que alguien cuando ni siquiera las olas se habían atrevido a borrar su rastro. Después me animé, por qué no: metí el pie izquierdo en la huella izquierda, encajaba, y el derecho también, y así pude seguir al desconocido invisible durante unos cuantos pasos. Pero más allá la ruta se mezclaba con otras marcas y no supe descifrar el enredo. Continué caminando a mi ritmo, dibujando un nuevo sendero.