Los dos compartíamos las ganas de hablar de nuestras locuras. No dije que Totoro no me gustaba tanto como a ti para no decepcionarte, para que siguieras hablando con el mismo entusiasmo de Miyazaki y Ghibli. Tenía mil tareas pendientes pero nada me urgía más que escucharte. Por un momento, tus proyectos los sentí míos: me contagiabas esa pasión que ni siquiera tú acababas de creerte. Encogías los hombros tras cada frase. Yo intenté mantener la compostura. Entonces, justo antes de irte, soltaste aquello de «Siempre hay cosas que me están esperando». Fue cuando supe que me gustaría que volvieras.