Somos los eternos insatisfechos. Parodias adolescentes de nuestras madres, para las que siempre nos abrigaremos poco y demasiado. Pedimos algo tranquilito cuando en realidad nos apetece bailar; si nos sacan a bailar, aseguraremos estar cansados. Nos hemos acostumbrado a que nos traigan el desayuno a la cama. Y no derrames el zumo de naranja, gracias. Queremos tenerlo todo a un clic de distancia, sentirnos dueños de todo pero sin tener nada. Ya ni siquiera creemos en los flechazos. No tenemos tiempo. Acumulamos. Acumulamos para descartar, para pasar a la siguiente canción, la siguiente foto, el siguiente polvo, el siguiente bar bonito. Estamos convencidos de que el futuro traerá mejores opciones.
¿Qué ocurriría si por un segundo bajásemos de este tren bala? Si volviéramos a la seducción. El juego de que nos conquisten despacio, con caricias en vez de sacudidas efímeras. ¿Estaríamos al fin satisfechos? ¿Y en ese caso, cuánto duraría? No lo sé, pero me gustaría aprender a esperar mi turno. Detenerme contigo. Que una tarde el semáforo se ponga verde y brille tanto como tus ojos.