Alguien me dijo que esta era la película más romántica de las tres. Y yo, claro, enamorado como estoy de las dos primeras, le taché de loco. No es que no me gustara en el cine, pero ver a mis queridos Jesse y Céline en plena crisis fue un shock. De hecho, ni siquiera me la compré en DVD cuando salió. Necesitaba asimilarlo, reponerme. Este fin de semana, por fin, cayó. Y para mi sorpresa, tuve que darle la razón a ese amigo: es una película romántica. Igual que las otras, aunque de otra manera.

El suyo es un romanticismo menos idealista que Antes del amanecer, ya no desesperado y contrarreloj como en Antes del atardecer. Un romanticismo contradictorio, también: saber que tienes lo que buscabas, pero que podrías perderlo en cualquier momento. Visto y no visto. Y aun así, continuar metiendo la pata, porque no eres perfecto, nunca lo fuiste ni tampoco fue esa falsa perfección lo que te atrajo del otro. Eso es lo que cuentas luego a los demás: «Él es perfecto», sin ser verdad. Y todos lo saben pero aceptan la convención, como pensando: «Debería ser así».

Bajo esta perspectiva, disfruté de escenas que antes me habían dejado frío, como la del coche o la del paseo hacia el hotel. Entonces yo quería otra cosa y no eso. Y qué malo es empeñarte en algo que algo sea como tú quieres, en vez de aceptarlo tal cual. Volvió a encandilarme, por supuesto, la escena de la comida entre amigos, casi un cortometraje dentro de la película. Ahí brilla también el romanticismo pausado de Antes del anochecer: Porque todas las historias pueden ser especiales, aunque no a todas salten al cine.

En fin: el sábado por la noche, en casa, encontré esperanza donde en el cine solo había visto apagarse la llama. Redescubrí gestos, miradas, frases, anhelos. Paisajes, también. Dejé de temer una cuarta película. Pensé que, terminen o continúen, las cosas siempre están bien así. Lo hicimos lo mejor que supimos.

«It’s real, but it’s not perfect.»