Enciendes la radio y suena una canción. A pesar de tantas interferencias, la reconoces. Nada nuevo, solo un melodía agradable que durante tres minutos y medio hará que todo funcione. Por eso la dejas sonar. Qué más darán los ruidos y los cortes, la señal que va, que viene para volver a irse. Esta canción ya te la sabes. Puedes predecir cada cambio de ritmo. Y las frases ahogadas las tarareas tú encima. No dejarás que ningún problema técnico te prive de este placer.
En el fondo, tienes miedo. De que si intentases mover la ruedecilla para ajustar la frecuencia, en vez de eso la canción desaparecería. Y puede que nunca volvieras a encontrarla. Incluso es posible que en las otras emisoras solo exista el silencio. No, mejor esto. Aunque tengas que adivinar los golpes de batería, esto está bien. No es tal como debería ser, pero casi. Ya es mucho. Ya es más que antes. Obligas a tus dedos a marquen el ritmo contra el volante.
Como suele ocurrir, la solución llega sin que la esperes. De golpe, un túnel corta la señal. Así tu canción termina para siempre y la de después, ya en el exterior, no te gusta. Cualquier cosa menos eso. No te queda más remedio que girar la temida ruedecilla. Vuelven entonces los ruidos extraterrestres, rugosos, molestos, interminables. Hasta que al fin das con otra emisora. También aquí dan música. Y en la siguiente. En todas, en realidad.
Algunas radian tus canciones favoritas; otras, en cambio, son nuevas. Te tomas el tiempo necesario para sintonizar la mejor. Suena bien. Con todos los instrumentos cobrando su debido protagonismo. Ese bajo se acopla con los latidos de tu corazón. Está decidido: mañana comprarás unos altavoces nuevos. La buena música hay que disfrutarla en todo su esplendor.