Toda mi vida había querido ir al Laberint d’Horta. Con lo que me gustan los laberintos, y hasta ayer, por una cosa o por otra, no pude hacerlo. Un ex mío decía que estaba demasiado lejos, otro que no merecía la pena, que era muy pequeño. Ayer no les escuché. Cogí mis cosas y me encaminé hacia la montaña.

No tuve suerte con el metro, pero luego llegué al laberinto antes de lo que pensaba. Y sin tener que mirar ningún mapa. Tras las fotos de rigor, me perdí entre los setos. Di vueltas y más vueltas. Había viajeros que me adelantaban, otros se quedaban atrás. Nadie te decía si ibas por el buen camino. Tenías que descubrirlo por ti mismo. Lo más emocionante era quedarte solo en un recodo y recordar tus pasos para determinar los siguientes.

La solución era sencilla. Como siempre, apareció justo cuando estabas a punto de admitir tu derrota. «Nunca…» y de repente la salida a tu derecha. Una abertura, escaleras, el sol que sale después de toda una mañana dudando, y tú que sonríes. Una vez más, te has encontrado a ti mismo.

Lo mejor estaba aún por llegar. Porque al final el laberinto era lo de menos. En el recinto del parque hay más cosas bonitas, muchas, aunque no salgan en las fotos. Y ahí ya no te pierdes. Ahí simplemente paseas, tomas cualquier desvío tranquilo, disfrutas de las flores, te remojas en los riachuelos, admiras las cascadas, sacas fotos de todo creyéndote el descubridor de cada rincón. No sabías que te esperaba esto después de dar tantas vueltas. Pero es tu recompensa y por eso la abrazas.