Cerca, muy cerca del parque donde dos niñas jugaban a romper pompas de jabón, el autobús golpeó a aquel chico. El tiempo se detuvo. El tiempo y todos nosotros. El chico en el suelo, el conductor inclinado hacia el parabrisas, los demás a lado y lado del paso de cebra, las manos en la cabeza. Durante aquellos dos segundos, solo se movió el teléfono móvil del chico, que saltó por los aires y se partió en tres piezas al chocar contra el suelo.
Su propietario corrió mejor fortuna. Pudo ponerse en pie y, aunque desorientado, llegar a la acera. Todo recuperó el movimiento: los autocares atestados de turistas pitaron y se abrieron paso, la gente se agolpó alrededor del chico, cuya ceja partida que empezaba a sangrar, una mujer le rearmó el móvil y se lo guardó en su mochila, otros le ofrecían llamar a una ambulancia. Él solo quería marcharse a un lugar donde nadie hubiese presenciado la escena. Un hombre mayor le palmeó la espalda: «You got lucky».
Me marché como todos, cuando estuve seguro de que el chico estaba bien. Pero no me marché tranquilo. Pensaba en todas las veces que yo también cruzo en rojo a veces para llegar antes. O cuando camino despistado, con el dedo deslizándose hacia la próxima foto de Instagram. Podría haber sido yo. ¿Hubiera tenido tanta suerte?
La suerte es una carambola cósmica. La buena y la mala. Te toca o no te toca, estás o no estás en el lugar y el momento indicados. Crees que caminando avanzas y solo das vueltas por una ruleta invisible pero implacable. A lo lejos, aquellas dos niñas aún no lo sabían. Por eso reían y correteaban mientras hacían estallar las pompas de jabón. Incluso la más grande de todas desapareció bajo su manita.