Tu nombre no lo supe hasta el tercer encuentro. En realidad no lo necesitaba. No para esto que hacíamos. Por eso nunca te lo pregunté. Pero al entrar por tercera vez en casa me lo soltaste, un nombre gaélico sustituyendo ese hola habitual, y yo educadamente te respondí con el mío. Algo cambió en aquel instante. Algo incómodo se materializó entre nosotros, como un cojín mal puesto en el sofá. Te odié en cuanto te marchaste veinte minutos después. Ahora tenía un nombre al que echar de menos. Te pusiste el abrigo con capucha y ya no volvimos a hablarnos.