Preparar un viaje es una de mis partes favoritas de viajar. Cuanto más lo planifico, más improviso luego. Marco todo lo que me gustaría visitar, sabiendo que tras cada esquina luego podré decidir si continuar recto o torcer por ese callejón donde a lo lejos habré visto un parque en silencio o un templo calentado por la luz de media tarde.
Marcar, señalar, esquematizar y luego volar. Eso son los viajes. A veces me olvido de confiar en mi intuición; no estoy tranquilo si no llevo la guía en el bolsillo y tengo que sacarla en cada cruce para comprobar lo que ya sé: que no me he perdido. Viajando, todos los caminos llevan a alguna parte.
Las guías son algo misterioso. Tan exhaustivas que indican lugares que nadie deseará recorrer y en cambio no te hablan de las calles y plazas que todo el mundo pisará. Inventan ciudades y ritmos que nunca podrán ser el mío. Y aun así sigo comprándolas y leyéndolas de principio a fin, fascinado por tantas cosas que no llegaré a ver.
De lo que pensaba antes de despegar a lo que todavía paladeo tras el aterrizaje de vuelta, va un mundo. Da igual lo lejos o cerca que me haya ido. La sorpresa es el ingrediente principal, o debería serlo. El destino elegido cambia conmigo y me transforma. La mente se despeja. Vuelvo con las ideas tan claras que, al salir del metro, me cuesta volver a reconocer Barcelona. Ese momento es mi última cosa favorita de viajar. El reajuste. Tras cada viaje, todo será distinto.