Let us fly to Bountyland

Qué ricos los mochis. Sobre todo los más grandes, los que están rellenos de helado. Estos, cuando los sacas del congelador, están tan fríos que tienes que ir pasándolos de una mano a otra. La tentación de morderlos enseguida es grande, pero todavía están duros como una piedra. Tienes que esperar.

Ojalá inventasen un sistema para que salieran del congelador ya blanditos, listos para degustar, ese punto justo en que el helado sigue siendo helado, no chorrea, pero puedes mordisquearlo, y el mochi se estira y se estira. Entonces podríais moderlo juntos y no se rompería, como el queso de la pizza.

Tu mochi seguirá duro y frío un buen rato. Piensas: «Te derretiré como mi helado favorito». Como cuando paseas por el puerto un día de sol, sonriendo bajo las gafas de sol, dando cucharadas a la tarrina que acabas de comprar, sin prisa, pero tampoco despacio, que no te gusta pringarte. Todo podría ser así de fácil.

Por ahora te conformas. Imitas al pastelero, acaricias el mochi haciendo círculos con las manos, como el niño de Karate Kid con la cera. Tus manos cálidas poco a poco van derribando toda resistencia y el mochi se ablanda. Eres feliz durante esos segundos previos a la explosión de sabor. En el fondo, el proceso es divertido. Los mochis tienen que ser mochis, por eso te gustan tanto.

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