Al final llega un día que te lanzas. Pones todo de tu parte y llegas a la meta. Eso es lo que te recuerda día a día un Daruma, amuleto japonés para trabajar la constancia, la persistencia. No me considero supersticioso. O quizá sí, un poco. Lo justo, como todos, supongo. Pero no fue la superstición sino esas ganas de llegar, por fin, a la meta, lo que en pleno Agosto de 2011 me hizo coger aquella figura rechoncha y roja, pintarle un ojo (el derecho) y colocarla en lo alto de mi estantería. Vigilándome. Me había propuesto escribir un libro. Más que eso: terminarlo (y terminarlo antes de los 30, los cumplo en Junio).

Escribir he escrito muchos libros, pero todos se quedaron a medias: personajes desparramados a lo largo de páginas y páginas (bueno, tampoco tantas) que de repente se cortaban en seco. Eso había hecho durante los últimos 10 años: con mil excusas, dejaba morir de inanición a mis personajes a lo largo y ancho de páginas blancas. Pero esta vez iba a cumplir mi objetivo. Esta vez no iba a decir: «hoy no escribo porque estoy cansado», «ya escribiré mañana porque hoy prefiero leer», «ahora no estoy inspirado, a ver si por la noche…». Nada de todo eso.
En Agosto, me obligué a escribir un mínimo de una página diaria en el precioso cuaderno Paperblanks que había comprado para la ocasión. El Daruma me vigilaba. Y quedaría bien decir que, después de 10 años haciendo el vago, esos primeros días de volver a arremangarme para escribir fueron duros, pero sería mentira. Fue sorprendentemente fácil. Al segundo día ya me había olvidado del Daruma y de lo inconstante que fui en el pasado: escribía. Pronto, esa página diaria se convirtió algunos días, los más prolíficos, en muchas más: dos, cuatro, diez páginas. Y no dejé de escribir ni un día, ni siquiera estando enfermo o esas noches que volvía a casa después de horas bailando y bebiendo. También entonces escribía religiosamente mi página diaria.
Y pensaba: escribir era esto, dejar fluir el bolígrafo, no tener miedo a manchar el papel. Escribir es escribir. Si era tan sencillo ¿por qué no lo hiciste antes? ¿Por qué dejaste morir tantos libros? Porque ahora es el momento, el libro que tenías que escribir era éste. Tu libro. Adelante. Primer cuaderno terminado, empiezas el segundo, sigues escribiendo. El segundo cuaderno se acaba y escribes por fin, al fin, la palabra mágica: FIN. Por primera vez en toda tu vida, has terminado un manuscrito del que estás orgulloso.

Ahora toca pasarlo a limpio, ordenar escenas que por el momento sólo son párrafos volcados en cualquier orden, ampliar algunos diálogos, sintetizar descripciones, descubrir que hay tramas que eliminaré y otras que aún están por nacer. Reescribir, corregir. Ahora empieza la segunda fase, pero aún así hoy estoy muy contento porque lo importante, el libro, mi libro ya existe. Me gustaría que la ilustración de Natsko Seki que corona este párrafo fuera la portada. De hecho, en cierto modo ya lo es: un amigo me regaló un prototipo del diseño, la ilustración con el título y mi nombre, impresa y enmarcada. Ver esa imagen en mi mesilla me ha dado tantas energías que creo que este último mes la novela ha crecido.
Empecé escribiendo un libro sobre vampiros (emocionales) y acabé escribiendo sobre la soledad. La soledad que tú eliges, la que tú disfrutas. Bueno, no sé si va de eso el libro. Falta ordenarlo, ya lo he dicho. También trata de cómo nos vengamos con los demás de todas esas cosas que no hemos tenido. Y de tardes de lluvia. Llueve mucho en mi libro, sí. Pero creo que, pese a todo, no es un libro triste. Ya lo dije un día en mi blog: quiero compartir mis ganas de vivir. Así que igual va de eso, la novela: de todas las maneras en las que intentas ser feliz, todos los errores que te llevan al único sitio que de verdad te pertenece.
Aún falta tiempo para publicarla, lo sé. Pero ha sido hoy, viendo esos dos cuadernos completados, sus 284 páginas escritas, cuando he sabido que llegaremos a buen puerto. Ella, la novela, y yo. La publicaré. Me hace ilusión contaros que se titula El mar llegaba hasta aquí. ¿Y la primera frase?
«Siempre llovía.»
Gracias, Daruma.