Dicen que es como tener un hijo. No lo sé, nunca he tenido uno ni parece que lleve camino de tenerlo. Pero si tener un hijo es extraño y familiar a la vez, entonces sí: recibir un ejemplar de tu propio libro es como tener un hijo. Sujetarlo entre tus manos se siente igual de extraño y familiar.
Te lo crees y no te lo crees. Parece algo natural, siempre supiste que sería así, y sin embargo tiene el toque de irrealidad de un rodaje. De una toma mil veces repetida. No es muy distinto a viajar a Nueva York: has visto esta ciudad desde tantos ángulos en tantas series, películas, anuncios, conoces tan bien la ubicación de sus tiendas y rascacielos y anuncios luminosos y sus taxis amarillos que se desdibujan en las fotos y el murmullo de la gente… que cuando estás ahí en medio, no hay sorpresa que valga, no hay fascinación y sí un punto de incredulidad. Porque ya la conoces como la palma de tu mano y aun así te sientes perdido en ella.
Algo así. Tras horas maquetando el libro, corrigiéndolo, comprobando que todo siguiera correcto tras cada cambio, el miércoles recibí un primer ejemplar. Pensaba que lloraría, pero no lloré. Pensaba que me parecería pequeño o grande, y no: era justo de la medida que imaginaba, que para eso estuve comparando opciones. Pensaba que lo olería y solo me acordé después, cuando me lo preguntó un amigo.
Hubo un detalle que sí me fascinó. Que alguien (una máquina) le hubiera dado forma física a lo que originalmente solo eran dos PDFs. Lo abrí, creo que fue lo primero que hice, y por más que lo hojeaba, no entendía cómo era posible que mis páginas estuvieran en orden, bien cortadas y encoladas. Todo en su sitio, cada elemento parte de un todo. Sigo sin entenderlo: tiene que ser un truco de magia.
Ah, y el tacto. El tacto de la portada se me hizo raro al principio. No era tan suave como había imaginado, pero tampoco áspero. Era el tacto exacto de mi libro. Ningún otro tiene ese tacto y es lo que lo hace especial, supongo. Después, yendo en metro, nadie más entendía mi sonrisa al sostener ese libro, bastante tenían ellos escuchando su música o pensando en sus asuntos. Yo no podía evitarlo: estaba orgulloso. Qué raro se hace tocar las cosas bonitas, pero qué bonitas son.