Este verano crucé un río. No sé si era el primero que cruzaba, no recuerdo otros pero pudo haberlos. En todo caso, lo sentí como algo nuevo, excitante. Cruzar un río. Descalzo, haciendo equilibrios, ver el caudal de agua desde el centro como a medio camino de un paso de cebra ves al fondo el Arco del Triunfo. Llegar a la otra orilla.
Pero no tenía mapa, y eso lo hacía más emocionante. A la aventura. Fluir, esa palabra que tanto me gusta. Fluir como el propio río, fluir con él. Llegar a algún lado. Algunas piedras resbalaban. Tuve que aprender a apoyar los pies. A no ir demasiado deprisa. Caminar hacia adelante aunque tuviera que dar algunos rodeos donde el suelo del río era más firme. El agua estaba fría, pero eso mejoraba la circulación de los pies.
Ya en la otra orilla, me senté a descansar en una piedra. Era más alta que el resto. Todas las piedrecitas a mis pies. Sentí que había conquistado algo, por insignificante que fuera. Sobre todo disfruté de la sensación de estar allí, por fin, al margen de todo, bajo el sol. Estaba allí y estaba vivo. No podía pedir más. Sí, este verano crucé un río.