Pensé que me desmayaba. No por la película, claro, sino por el calor que hacía en el patio del CCCB. Un cine a la fresca no tan a la fresca, con ese bochorno tan barcelonés de cuando parece que va a llover pero no. Sudados y sin agua, no pensamos en ningún momento en irnos. Estábamos clavados a nuestros asientos, pendientes de esa historia sobre un chico que le desgrana una historia a su profesor de literatura.
Es el poder de las historias. Querer saber más y más, cada detalle, qué ocurrirá en la siguiente entrega. La sorpresa y el escándalo que finge quien quería que le escandalizasen. Ese punto cotilla que todos tenemos. En la película hablan de Las mil y una noches, pero yo pensaba en La ventana indiscreta de Hitchcock.
Me sorprende el éxito de En la casa. A mí me interesó muchísimo: veía reflejadas mis inquietudes como narrador, los diferentes enfoques y posibilidades que te vas planteando al plantear las escenas. Cómo mostraban en la pantalla que una misma situación puede transmitir sensaciones contrarias según los ojos que la observan. Unos se fijan en ciertos detalles; otros, cambio, en los gestos. Por eso nos gustan tanto ciertos escritores: porque solo ellos ven el mundo con sus ojos y nos lo describen tal como lo ven.
Habría jurado que este proceso, el de la creación, no nos importaba más que a la gente que, ya sea en cine, literatura, arte, narra historias. Pero el público estaba encantado. Será porque a todos nos gusta ser voyeurs por un día. Y por lo bien hilvanado que está todo para que al final no sepas qué es verdad y qué fantasía, pero poco importa, porque te hace vibrar, y eso es lo que hace que merezca la pena.